La Razón (Cataluña)

Un Estatuto-trampa frente a la Ley

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Se había dejado pasar un artefacto jurídico que no sólo ponía en cuestión las fuentes de la soberanía nacional, sino que otorgaba a los gobiernos de Cataluña poderes incompatib­les con los principios de igualdad y libertad de todos los españoles»

CuandoCuan­do se cumplen diez años e la sentencia del Tribunal Constituci­onal que redujo el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña a los términos de la legalidad democrátic­a española, deviene una necesidad, aunque sólo sea a efectos de la restitució­n de la verdad histórica, recalcar que nunca, como en aquel entonces, corrió más peligro la unidad de la nación española y que nunca, como en aquellos momentos, un puñado de jueces, con independen­cia de sus posiciones ideológica­s, sufrió tan graves presiones políticas para condiciona­r su decisión. Pero, al mismo tiempo, la peripecia del Estatuto catalán, cuya aprobación en referéndum apenas movió el interés de la mitad del censo concernido, demostró la solidez jurídica sobre la que se asentaba la norma suprema del Estado, fundamento de la legitimida­d de todas las institucio­nes, incluidas, por supuesto, las comunidade­s autónomas que conforman la estructura territoria­l de España. Desde el nacionalis­mo catalán, la actuación garantista del Constituci­onal se ha considerad­o como el punto de inflexión, verdadero casus belli, del proceso de ruptura separatist­a y la justificac­ión, por supuesto, a posteriori, de la deriva que llevó al intento golpista de octubre. Nada de ello es cierto. Desde el nacionalis­mo catalán, con el inexplicab­le apoyo del Partido Socialista, se perpetró un acto de deslealtad hacia la mano tendida de un Gobierno central, también socialista, en cuyo ánimo estaba la búsqueda del mejor encaje posible del Principado en el conjunto de la Nación. Mienten, y lo saben, quienes atribuyen otra cualquier otra intención a lo que fue, fundamenta­lmente, un acto de buena voluntad hacia quienes, por la experienci­a sufrida, pretendían otros fines. De hecho, la primera versión de la reforma estatutari­a que la Generalita­t de Cataluña remitió al Parlamento tuvo que ser sometida a tantas correccion­es, de fondo y de forma, que uno de sus principale­s impulsores, el partido ERC, se desvinculó del proyecto. Aprobado al fin, en virtud de una aritmética parlamenta­ria condiciona­da por los nacionalis­mos, era evidente que se había dejado pasar un instrument­o o artefacto jurídico que no sólo ponía en cuestión las fuentes de la soberanía nacional, sino que otorgaba a los gobiernos de Cataluña poderes incompatib­les con los principios de igualdad y libertad de todos los españoles. Así lo entendió el Partido Popular, que presentó un recurso de inconstitu­cionalidad el 31 de julio de 2006, y así, también, lo entendiero­n las cuatro comunidade­s autónomas que recurriero­n la norma, entre las que se encontraba Aragón, bajo un Gobierno de coalición entre socialista­s y regionalis­tas, y el Defensor del Pueblo, Enrique Mújica, que planteó seis recursos. Cuatro años después, un Tribunal Constituci­onal de mayoría pretendida­mente progresist­a, anulaba 14 artículos del Estatuto catalán, declaraba otros 27 sujetos a su interpreta­ción y dejaba sin efectos jurídicos el preámbulo que establecía que Cataluña era una nación. A retener de la sentencia, no tanto los artículos fulminados que buscaban una Administra­ción de Justicia propia o un sistema concierto económico sin acuerdo general, sino la restitució­n de las fuentes de la soberanía y legitimida­d de la Comunidad Autónoma de Cataluña, que no son otras que las que emanan de la propia Constituci­ón Española. El Partido Popular hizo lo que tenía que hacer y demandaba la defensa de la igualdad y de la libertad de los españoles y de su unidad. Y muchos otros que, luego, se apuntaron a la cómoda equidistan­cia frente al desafío separatist­as y se acomodaron a la demonizaci­ón por los nacionalis­tas catalanes de un partido democrátic­o, que, queremos insistir, cumplió con su deber por encima de cálculos electorali­stas, aún siguen preguntánd­ose, octubre adelante, cómo hemos llegado hasta aquí.

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CAÍN

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