La muerte es cosa de pobres
La política catalana tiene la peculiaridad de mostrar con toda sinceridad sus registros psicológicos más profundos, incluso morales. No se avergüenzan de ello y lo exhiben con tal solemnidad que ha constituido el verdadero hecho diferencial. Ayer, cuando se anunciaba que había habido un repunte preocupante de contagios por coronavirus, Torra decidió acudir al Parlament para pedir la abdicación del Rey. Todo en Cataluña, hasta la muerte, puede esperar si se interpone el nicho nacional. Hablar de cuestiones que afectan vulgarmente a la vida –el cierre de la Nissan, la crisis turística, vivienda, seguridad, educación o una crisis sanitaria que ha matado a 12.812 catalanes, según los servicios funerarios– es de pobres, una claudicación, la aceptación de una derrota: el nacionalismo no ha nacido para solucionar problemas, sino que es el problema mismo. Lo de ayer en el Parlament fue un espectáculo altamente grotesco, y eso lo salva, porque Torra –el cargo electo mejor pagado de España sin pegar palo al agua– se levantó como el ángel exterminador de la corrupción, precisamente él, miembro del partido más corrupto de cuantos se conocen en el Imperio Carolingio –como gusta de decir a los más cúrsiles del régimen–, aunque con un sistema contable muy ordenado, por supuesto: el 3 por ciento. Una verdadera dinastía –y lo que es peor, votada– nacida para ocupar el ascensor social de por vida. Y a quien no le guste: que suba a pie las escaleras.