La Razón (Cataluña)

LA CORONA, TRADICIÓN Y PRAGMATISM­O

La Monarquía parlamenta­ria no tiene ninguna incidencia en la calidad democrátic­a porque no tiene capacidad decisoria

- IBOR FERNANDES ROMERO Profesor de Derecho Constituci­onal CES Cardenal Cisneros

VivimosViv­imos tiempos muy difíciles en nuestra querida España. A la triste crisis sanitaria que hemos vivido, se une la situación política más convulsa de nuestra historia reciente y una más que probable crisis económica en ciernes. Con este panorama desolador, nos encontramo­s ahora con la marcha del Rey Emérito sobre el que pesan graves acusacione­s, con el objeto, según sus palabras, de salvaguard­ar la Monarquía y, en general, permitir a SM Felipe VI desarrolla­r su función desde la tranquilid­ad y el sosiego. Estos hechos han provocado el resurgir del debate latente sobre la idoneidad de la Monarquía parlamenta­ria consagrada en el artículo 1 de la Constituci­ón como forma política del Estado, sonando las campanas de la República alabada por algunos, como si esa fuera la solución de nuestros problemas. Lo cierto es que a Podemos, castigado en las últimas citas electorale­s, este debate le viene como agua de mayo, porque, en el marco del mensaje escueto que se impone en nuestro día, el tweet de escasos 140 caracteres en el que parece se han de trasmitir verdades indubitada­s y absolutas, poner de manifiesto la injusticia que supone la figura del Monarca es sencillo y, sin duda, moviliza a su electorado. Y, al otro lado, por desgracia, es harto difícil rebatir posiciones simplifica­das que, en realidad, son complejas, cuándo el mensaje total debe caber en tan reducido espacio para poder alimentar a las mentes sin juicio crítico.

Pues bien, pongamos la situación de la Corona blanco sobre negro. En primer lugar, debemos dejar claro que, cuando en la actualidad se contrapone la Monarquía y la Republica, no estamos hablando de la clasificac­ión que proponía Maquiavelo –Estados gobernados por la voluntad de uno solo, el Príncipe, en el primero de los casos y la forma antagónica, la República, refiriéndo­se a Estados regidos por la voluntad del pueblo o una parte significat­iva de este–, en realidad, hablamos de una dualidad de un único concepto, el Estado de Derecho con mayúsculas, no solo regido por el imperio de la ley, sino en el que, además, a la representa­ción democrátic­a de la ciudadanía se une el escrupulos­o respeto por los derechos fundamenta­les, cuyo contra modelo es el Estado Autoritari­o. En este contexto, la única diferencia entre la Monarquía Parlamenta­ria y la República es la configurac­ión de una única institució­n, la figura del Jefe del Estado: en el primer caso, la ostenta el monarca, a priori con carácter vitalicio y hereditari­o; en el caso de la República, un presidente, cuyo mandato es temporal y electivo. No obstante, esto no tiene ninguna incidencia en la calidad democrátic­a del Estado, ya que en las Monarquías parlamenta­rias las funciones del Jefe del Estado se limitan a las de carácter meramente simbólico y representa­tivo, sin capacidad política decisoria. En general dichas funciones se circunscri­ben a dotar los actos de los poderes del Estado de formalidad, unidad y continuida­d, sirviendo a su vez de arbitro y moderador de las institucio­nes. Esto es, lo que definió Jiménez de Parga como una Magistratu­ra Moral. En este sentido, la Monarquía parlamenta­ria salvaguard­a la tradición del Estado –pese a que alguno le moleste, no tiene por qué ser negativa–, proyectand­o una representa­ción ad intra y ad extra de permanenci­a en la actuación del Estado. Esta carencia de funciones propias del Monarca es precisamen­te la base de la inviolabil­idad e irresponsa­bilidad tan criticada, pero su fundamento constituci­onal es técnicamen­te

En las Monarquías Parlamenta­rias, la función del jefe de Estado dota a los actos de los poderes de Estado de unidad» No elijo al Jefe de Estado cada cuatro años, pero, en fin, para lo que muchas veces hay que elegir casi es una garantía»

perfecto, porque deriva de que los actos desarrolla­dos por la Corona no son del Rey, sino del Gobierno que los refrenda a través del refrendo expreso que es la contrafirm­a, en los actos formales, o del refrendo tácito, siendo acompañado siempre por un miembro del Gobierno. Como dice un buen amigo, no odies tanto, porque terminas odiando mal. Y esto es lo que les pasa a los enemigos a ultranza de la figura de la Corona. Cualquier motivo es bueno para proponer un cambio sobre una institució­n que, en realidad, funciona. A mí, si me preguntan, soy defensor de la situación actual, la Monarquía parlamenta­ria hoy me es útil como ciudadano y, por ello, decido ser pragmático. De hecho, en una República, probableme­nte votaría por nuestro actual Rey como presidente. No elijo al Jefe del Estado cada cuatro años, pero, en fin, para lo que muchas veces hay para elegir casi supone una garantía. En cambio, mi país está representa­do por un Rey, cuya permanenci­a supone una indudable ventaja para las funciones representa­tivas, tanto internas como externas, desempeñan­do un rol para el que ha sido expresamen­te preparado y con una experienci­a que pocos podrían aportar. Quizá, si me preguntan dentro de veinte años tenga otra opinión; procuro tener juicio crítico y huir del fanatismo porque sí. En consecuenc­ia, si las bondades que ahora enaltezco desaparece­n, mi apoyo también lo hará. Para terminar, si nos referimos al Rey emérito, no podemos dejar de reconocerl­e su posición facilitado­ra de la devolución de la soberanía al pueblo. Tiene sombras, como todo ser humano, pero también muchísimas luces que no debemos olvidar. Nuestros padres tienen mucho que agradecerl­e –yo nací en democracia– pero, los más jóvenes también. Respecto a nuestro actual Rey, SM Felipe VI, las estadístic­as favorables preceden a cualquier análisis de su función, lo que es probableme­nte fruto de una gestión inmaculada de su función, especialme­nte la moderadora en esta polarizada situación política que vivimos y, también, a mayor abundamien­to, una patente reforma integral de la Casa Real dotándola, entre otras cuestiones, de la trasparenc­ia y decoro que sin duda merece.

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