La Razón (Cataluña)

JUEGO DE TRONOS CONTRA LA CORONA

- JOSÉ MARÍA MARCO

AlAl principio, cuando Pablo Iglesias regaló la serie «Juego de tronos» al Rey Felipe VI, todo parecía ir bien. Es probable que el Rey comprendie­ra lo que allí estaba ocurriendo, pero se lo calló, como es su deber, y no tuvo más remedio que poner su mejor cara. No era el deber de nadie, en cambio, reírle la gracia – estúpida, para decirlo como se merece– al peronista que despuntaba entonces como gran alternativ­a de la izquierda. Pero en nuestro país somos así. Son muchos, sobre todo entre quienes hacen la opinión, los que no quieren darse cuenta de lo que los hechos significan, aunque revienten delante de sus ojos. O tal vez sí, se dan cuenta y les gusta, que es lo más probable. Sea lo que sea, había quedado bien claro que Iglesias y sus muchachos podemitas no sentían el menor respeto por el Rey, ni por la Corona y, por tanto, tampoco por la Monarquía parlamenta­ria ni por la democracia liberal española. Esas cosas no iban, ni van con ellos. Al revés: la trivializa­ción de la Corona que aquel gesto ridículo significab­a ponía las cosas en su sitio. Y es que, efectivame­nte, la Monarquía es incompatib­le con lo que Podemos representa. Podemos plantea una deriva confederal del Estado para la que la Corona, que representa la unidad y la permanenci­a de España, sólo puede ser un obstáculo. Podemos, además, hereda la clásica animadvers­ión de la izquierda española hacia su país: debajo de la querencia confederal late el empeño histórico de acabar con España que es justamente lo que representa la Corona. En ese proyecto, Podemos se identifica pronto con los movimiento­s nacionalis­tas. La Corona, por su parte, es la demostraci­ón de que la nación está viva. Eso es exactament­e lo que el nacionalis­mo niega. Ya se sabe, España es un relato, una narrativa, un chiste. Contra eso, generaliza­do en la academia y en la cultura oficial, la Corona es ya uno de los últimos obstáculos que quedan. Por si fuera poco, Podemos revitaliza una antigua noción política, como es la del pueblo, que debe encontrar un representa­nte directo de una calidad muy especial, en un Caudillo cuyo carisma se demuestra en sus apetitos de diversa índole, como ocurre con el jefe podemita, que evidenteme­nte fantasea con la idea de un poder absoluto. Podemos se nutre de la mitología fascista europea de la Europa de los años 20 y 30, supervivie­nte luego en la desgraciad­a América Latina. Y la considera el modelo que debemos imitar. Por eso mismo, el caudillism­o podemita y populista es incompatib­le con la Corona, institució­n compleja y formalizad­a donde las haya, sujeta a reglas estrictas y que, desde el siglo XIX, firmó un pacto con el liberalism­o al que no puede sustraerse y que los populistas podemitas detestan, porque representa exactament­e lo que ellos quieren destruir. También odia a los periodista­s que no se pliegan a su dictado, y, fantaseand­o –otra vez– con una cierta idea del pueblo, aspira a «naturaliza­r» el insulto, es decir degradar la lengua y las institucio­nes al nivel ínfimo en el que ellos están convencido­s que se expresa el «pueblo». Exactament­e lo contrario que impone la figura del Monarca. Con estos mimbres, la relación de Podemos con la Corona se reduce a lo estrictame­nte utilitario, con un fondo de pragmatism­o cínico que le ha llevado a cambiar de posición según le interese. Lo único permanente es la falta de interés en defender la institució­n. En 2018, el Congreso rechazó una moción podemita para investigar a Don Juan Carlos y el podemismo montó una campaña contra la Monarquía. Luego se calmó, para facilitar el acceso de Iglesias al Gobierno. Ahora se ha desatado de nuevo, en coincidenc­ia con un momento delicado para los peronistas, a los que la coalición con Sánchez no está resultando

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