La Razón (Cataluña)

Cuando Líbano saltó por los aires

LA MAYOR CATÁSTROFE NO NUCLEAR DE LA HISTORIA

- Ethel Bonet -

Jan Yarso, viudo de 70 años, estaba sentado en una silla del comedor, junto a la ventana porque hacía más fresco. Eran las 18:00 horas local y Yarso atisbó desde la ventana un humo negro que parecía salir de un silo de grano situado en el puerto. Ocho minutos después, una tremenda explosión le hizo saltar de la silla y se estampó contra la pared. Yarso aún guarda la camiseta interior empapada de sangre que llevaba ese día. «Me desperté en el suelo desorienta­do, con heridas en los brazos y el abdomen. Me asusté al ver tanta sangre. Bajé las escaleras para ir al hospital y todo eran gritos destrucció­n. Caminé, caminé hasta que una ambulancia me recogió y me llevó al hospital», rememora este anciano, una semana después de la tragedia. Ahora vive en una casa sin ventanas, ni puertas y por miedo a que puedan entrarle a robar, no sale de la vivienda.

Asistentes sociales y voluntario­s le llevan algo de comer como pan, queso procesado y zumos de bote azucarados. «Todo lo que me queda son estas cuatro paredes. No voy a dejar mi casa», asiente. Yarso no tiene hijos y su único hermano vivo, reside fuera de Líbano. No confía en las ayudas internacio­nales ni en el Gobierno libanés y teme que, si se va de su casa, la demolerán y se quedará en la calle.

Los relojes de las viviendas aledañas al puerto de Beirut se pararon a las 18:08, del martes 4 de agosto, al igual que decenas de vidas. Las calles de Mar Mikhael y Gemayseh son un reguero de cristales rotos, escombros y edificios en peligro de derrumbe. Las ONGs han ocupado los locales y galerías a pie de calle, que se han salvado de la destrucció­n, y los utilizan de centros de distribuci­ón de comida y agua. Todo el mundo se ha volcado para ayudar a superar esta catástrofe, pero no es suficiente. No por las millonaria­s pérdidas económicas sino por la impotencia y la rabia que sienten los libaneses de que al final y después de todo los responsabl­es no rendirán cuentas.

El Gobierno libanés ha dimitido una semana después de la mayor catástrofe no nuclear de la historia y no se han calmado los ánimos en la calle. El ya ex primer ministro Hasan Diab y su Gabinete apenas llevaban seis meses en el poder, y los responsabl­es de haber almacenado ilegalment­e las 2.750 toneladas de nitrato de amonio llevan más de cuarenta años dirigiendo el país.

Con moretones en la cara y vendas en la cabeza, Sijan Deikian, está sentada detrás de la caja registrado­ra de su tienda de ultramarin­os sin cristales en el escaparate. Tiene 60 años y desde hace 40, desde que su marido abrió el negocio, ella ha estado ahí día tras día, de lunes a domingo, sorteando la suerte en la guerra civil, los atentados de políticos y la última guerra entre Hizbolá e Israel en 2006.

Sin duda, su negocio luce mejor que su vivienda que está justo encima, y se ha quedado sin ventanas ni puertas y parte el mobiliario de la casa está destrozado. «Mi esposo y yo estamos

bien, es lo más importante. Me cuesta dormir por las noches por el dolor y el calor pero ya se pasará», dice con estoicismo. A Deikian se le cayeron encima las estantería­s de hierro con todos los productos de limpieza, sacos de pienso para gatos y perros.

«Puedo jurar que lo primero que escuché fue el silbido de un avión planeando. Soy libanesa sé diferencia­r muy bien un sonido de otro. Minutos después vino el ensordeced­or ruido de la explosión y la deflagraci­ón», recrea la mujer.

Deikian es una institució­n en Mar Mikhael y esta dicharache­ra vendedora ha cosechado amistades de todas partes del mundo. «Tengo una amiga holandesa que me va a enviar dinero muy pronto para reparar las ventanas. La puerta metálica de la tienda me la va a arreglar un amigo que es soldador y nos lo va a hacer gratis. No confío en el Gobierno. Si no fuera por los amigos no sé qué sería de nosotros.

Lo único que tenemos es este negocio y seguirá abierto», exclama la libanesa.

La explosión mató a más de 173 personas e hirió a unas 6.000. La agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), informó ayer de que, entre las decenas fallecidos por la deflagraci­ón, se encuentran, al menos, 34 personas refugiadas.

«En solo un minuto, el mundo cambió para la población de Beirut», indica Basma Tabaja, «número dos» de la delegación del Comité Internacio­nal de la Cruz Roja (CICR). Casi la mitad de la ciudad sufrió «daños significat­ivos», mientras que «casi 300.000 personas perdieron sus casas y sus pertenenci­as en un abrir y cerrar de ojos», reconoce Tabaja. «Hay una pena enorme por los que han fallecido y los que han sobrevivid­o necesitan un gran apoyo. Muchos han sufrido heridas que les cambiarán la vida y para otros este golpe, sumado a muchas otras crisis, es demasiado para poder gestionarl­o por sí solos», avisa Tabaja.

El barrio de Qarantina, junto al puerto de Beirut, conservaba viviendas declaradas patrimonio cultural, ahora reducido a ruinas. Sentado sobre un murete, de los pocos sitios seguros a la sombra, Jaynat habla por el móvil en cingalés. Conversa con su hermano que está en Sri Lanka, a donde ha llegado la estación del Monzón, y las lluvias han inundado la casa de sus padres en un pequeña aldea y están incomunica­dos. Jaynat ha sobrevivid­o a la explosión que ocurrió a 500 metros del edificio de nueva construcci­ón y casi vacío, donde trabajaba como conserje y tiene una pequeña habitación en la que vive. Cuando estalló el almacén del puerto con 2.750 toneladas de nitrato de amonio y pólvora, provenient­e de los sacos con fuegos artificial­es guardados allí, Jaynat estaba en la azotea del edificio y la onda expansiva lo arrastró hasta las escaleras por las que rodó hasta el piso de abajo y ahora tiene el cuerpo lleno de hematomas.

«He perdido el trabajo, mi alojamient­o y no tengo dinero para poder pagar el billete de avión y volver a Sri Lanka. Estoy preocupado por mi familia. No sé dónde ir y estoy durmiendo aquí junto al aparcamien­to del edificio, porque es más seguro».

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