Ignacio Garriga El dentista de misa diaria del nacionalismo español
Político de maneras suaves, comanda la sección local de un partido obsesionado con la identidad, las tradiciones y las fiestas de guardar
EnEn un país menos esquizoideunopodríaescribir que Ignacio Garriga, candidato de Vox a la Generalidad, es el hombre del nacionalismo español y que, por debajo o encima de sus maneras suaves, luce una ideología de corte populista y, por otro lado, unas devociones conservadoras tan legítimas y atendibles como compatibles con lo más granado del pensamiento católico español. Diríamos entonces que Garriga comanda la sección local de un partido obsesionado con la identidad, las tradiciones, las fiestas de guardar y la tibia pirotecnia sentimental, que estudió en colegios religiosos, que nació en Sant Cugat, que es hijo de Rafael Garriga Kuijpers y de Clotilde Vaz de Concicao, nacida en Guinea Ecuatorial, colonia española hasta 1968, un mujer interesada en la política y activa militante del PP. A Garriga, y a mí, nos preocupa la unidad de España, igual que a cualquier demócrata de, pongamos, Estados Unidos, queremos mantener viva la «unión indestructible de Estados indestructibles» («Texas v. White», de 1869). Quiero decir que Garriga defiende la legalidad y aspira a preservar la unidaddedistribución, única garantía real contra las iniquidades de competencia en favor del más fuerte. También le importa queenunacomunidad donde la mayoría de la población tiene el castellano como idioma materno (55% frente al
31,6% de los que tienen el catalán) las autoridades han apostado por el monolingüismo, que impide que los niños puedan escolarizarse en la lengua común de todos ciudadanos. Hermosa paradoja: el candidato de la derecha nacionalista española defiende losderechosdelosescolaresmenos pudientes frente a los privilegios de una burguesía que vampirizó a los «emigrantes» del resto de España. Normal que Garriga reciba el voto de muchos de los que viven en las barriadas de las grandes ciudades. Condenados a los peores estratos de la escala social. Reclutados para ejercer como ciudadanos de segunda de una comunidad estratificada por el culto a los huesos de los antepasados y la nauseabunda limpieza de sangre. Y no será porque apele, como Marine Lepen, a los resortes xenófobos; o mejor no sólo: en la muy desquiciada Cataluña puedes hacer sucia demagogia con los inmigrantes y los menores sin acompañantes y los porcentajes de crímenes y etc. y al mismo tiempo estar del lado (soleado) de la razón y el humanismo cuando denuncias los pasotes racistas del llamado catalanismo, que por cierto dispone de todos los resortes mediáticos, políticos, académicos y económicos del poder y de una red clientelar que trabaja para primero parasitar y después tumbar el Estado de Derecho.
Me comentan quienes lo conocen que Garriga no da gato por liebre. El político impecablemente amable de las entrevistas y los mítines sería igual de elegante en el trato personal. Hombre de misa diaria, dentista de profesión, padre de cuatro hijos, profesor de odontología, sólo pierde los papeles, retóricos, cuando perora sobre el espinazo emocional que teóricamente vertebra el ser nacional. Le sale entonces el discurso que ata la soberanía política con longanizas previas a la Constitución de 1978. Igual que a gente tan dispar como Alfonso Guerra, al que recuerdo hablando del Cid y el Quijote. Sin comprender ninguno que en la competición por los laureles centenarios y las hazañas milenarias sólo ganan los nacionalistas, convencidos de que no hay sólo derechos políticos sino también históricos. Con todo lo que esto implica de magufadas románticas y canciones de gesta. Unos aluden a Favila y el oso cantabroastur y otros a los condes de Barcelona. Pero todos renuncian a la higiene mental de un país de ciudadanos no sujetos a las jurisdicciones de los afectos patrióticos, las filias místicas, las lealtades a la tribu y otras ardientes lágrimas derramadas por nuestro amor a las fábulas.
Sucede, empero, que en la España de 2021 no es lo mismo el nacionalismo español que el periférico. El primero no ha sido desleal con el contrato constitucional y en Cataluña lo apoyan, básicamente, votantes del Partido Popular y Ciudadanos descontentos con la pasividad, cuando no negligencia, con la que estas formaciones respondieron a la violencia secesionista. Cuando flaquean no tienen más que buscar en Youtube las tristes intervenciones de la plana mayor del gobierno de Mariano Rajoy durante el juicio del 1-O o la debacle del partido naranja tras las elecciones de 2017.
Nuestro país arrastra las consecuencias de un golpe de Estado, multiplicadas por la traición del PSOE frente al tsunami nacionalpopulista. Enjuiciar al candidato Vox como si fuera un trumpista sobrevenido implicaría ignorar que los rasgos más acusados del trumpismo, verbigracia el desprecio por el ordenamiento legal y la legitimidad institucional, lo practican no las gentes de su partido sino, curiosamente, quienes del otro lado otorgan cartas de naturaleza democrática y regalan o arrebatan certificados de pedigrí liberal. España es ese país donde unos delincuentes acuden a reventar un mitin y los periódicos titulan con versos muy sentidos sobre un enfrentamiento entre «militantes de Vox y militantes antifascistas». Lo tiene dicho Salvador Illa: cuando alguien boicotea un acto electoral todos tienen la culpa, los reventadores y los apaleados, que van provocando.
Impecablemente amable en entrevistas y mítines, luce una ideología de corte populista y unas devociones conservadoras