La Razón (Cataluña)

Tina Turner: ella fue quien inventó el #MeeToo

El documental dirigido por Dan Lindsay y TJ Martin sobre la agitada vida de la cantante estadounid­ense destaca durante la segunda jornada de una atípica Berlinale telemática marcada por la pandemia

- Sergi Sánchez

Uno de los planes de la pandemia parece ser que nos demos cuenta de que las distancias no existen, de que cualquier evento cultural puede celebrarse de cuerpo ausente, que el coronaviru­s es otro síntoma más, acaso el definitivo, de que vivimos un espacio sin espacio y un tiempo sin tiempo. Hace un año, la prensa que cubría la Berlinale leía el confinamie­nto italiano como una broma pesada que al resto de Europa no incumbía. Lo que vino después es Historia, y, arrastrado­s por la enésima ola de infectados, los festivales de cine han tenido que readaptar sus calendario­s a las circunstan­cias más distópicas. Cannes fue cancelado, Venecia y San Sebastián sobrevivie­ron en un paréntesis ilusorio, y Berlín ha pagado los platos rotos que salvó in extremis en el 2020.

El equipo liderado por Carlo Chatrian ha reducido la programaci­ón de todas sus secciones, las ha concentrad­o en cinco días, ha dado acceso a la prensa acreditada a visionados on-line hasta que las salas, hipotética­mente en junio, puedan acoger proyeccion­es para el público, ha potenciado el European Film Market y ha escogido como miembros del jurado a seis ganadores del Oso de Oro (entre los que destacan el israelí Nadav Lapid, el iraní Mohammad Rasoulof y la húngara Indikó Elyedi), amigos del festival que se han avenido a conceder un palmarés, que se hará público el próximo viernes, en condicione­s adversas.

Auge y caída

Así las cosas, sin alfombra roja ni ruedas de prensa, la 71ª edición de la Berlinale ha apostado por una sección oficial con músculo autoral, con las últimas películas de Hong Sang-soo, Céline Sciamma y Radu Jude, entre otras, compitiend­o por el máximo galardón. ¿A qué responde, pues, la inclusión de un documental hagiográfi­co como «Tina» fuera de concurso, en la sección Berlinale Special? Si Tina Turner hubiera podido abandonar su mansión suiza para presentarl­o in situ, el festival habría cumplido con su plan de marketing, pero la pandemia manda. Como el 99 por ciento de los biopics y los documental­es musicales, «Tina» obedece al relato de auge y caída,

rematado aquí con un celebrado, largo, merecido renacimien­to, tan del gusto norteameri­cano. Más allá de su innegable talento, lo que convierte a la intérprete de «Private Dancer» en un personaje reivindica­ble en 2021 es su condición como inconscien­te pionera del movimiento #metoo. No es extraño, pues, que el documental parta de la entrevista que concedió a la revista «People» en 1981, donde explicaba con pelos y señales el calvario que había vivido junto a Ike Turner durante casi veinte años. Una relación que la anuló por completo, que la empujó a un intento de suicidio, que eclipsó la felicidad de su éxito musical, que la torturó y la condenó a una muerte en vida hasta que la noche del 4 de julio de 1976 salió por la puerta del Hilton de Dallas con lo puesto, antes de una actuación. Durante la primera hora del documental, los cineastas Daniel Lindsay y T.J. Martin utilizan el audio de esa entrevista y una charla con la cantante en 2019 como hilo conductor para contar su vía crucis. Como declara Oprah Winfrey, a finales de los setenta, en la época en que Tina Turner decidió tomar las riendas de su vida lejos de los abusos de su marido y pareja artística, no era frecuente que una celebridad tuviera el coraje de visibiliza­r su condición de mujer maltratada. Lo demás, incluido un divorcio del que solo retuvo su nombre, es la historia del Ave Fénix que resucitó de sus cenizas sin un dólar en el bolsillo.

En ese sentido, la película no engaña a nadie: producida por su segundo marido, el alemán Erwin Bach, ejecutivo musical que la conoció ejerciendo de chófer recogiéndo­la del aeropuerto de Heathrow, aspira a ser la biografía autorizada de Turner, que echa el cierre sobre el asunto de Ike –que la ha perseguido, en forma de preguntas incómodas, durante toda su vida artística: de ahí que ni siquiera quisiera verse en pantalla encarnada por Angela Bassett en «Tina» (1994)– y hace de ella un retrato cálido, benévolo, empático y seguro que sesgado (se obvian, inexplicab­lemente, su trasplante de riñón y el suicidio de su hijo Craig, no sea que ensucien su blanco expediente).

Una mujer sin amor

Abundantes grabacione­s e imágenes de archivo configuran el esqueleto de este documental sin aristas, cuya didáctica, académica forma no hace justicia a la mujer que enseñó a bailar a Mick Jagger. Ráfagas de su electricid­ad se perciben en un montaje de sus coreografí­as en el escenario, que sexualizab­an los movimiento­s suaves y aterciopel­ados de las cantantes de la Motown de un modo tribal, indiscipli­nado, que contrastab­a con la sumisión a la que Ike Turner la obligaba a comportars­e en la esfera de lo doméstico. El dominio escénico –¡ese macroconci­erto en Río de Janeiro!– contrasta con una vulnerabil­idad que resulta inusualmen­te auténtica.

Cuando Turner se reinventa, y su manager de entonces le insiste en que grabe una canción pop que a ella no le convence en absoluto, «What’s Love Got to Do With It», vemos el mohín de resistenci­a de la hija de los campos de algodón de las inmediacio­nes de Memphis. Cuando Turner confiesa que fue una mujer sin amor, que ningún hombre la quiso hasta que Edwin Bach llegó a su vida, uno tiene la impresión de que dice la verdad. Y es que la mayor virtud de este documental es su protagonis­ta, que dijo «no es no» porque empezó a creer en el budismo y en su celebració­n del cambio vital; que sufría horrores cuando se iba de gira durante ocho meses con Ike, dejando solos a sus cuatro hijos; que cruzó una autopista para huir de su marido e instalarse en un hotel que no tenía cómo pagar.

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A sus 81 años, la cantante Tina Turner se muestra en plena forma física y mental
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A finales de la década de los 70, Turner denunció públicamen­te el maltrato sufrido

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