La Razón (Cataluña)

La bacteria que explica cómo puede darse la vida sin oxígeno

Científico­s alemanes hallan un tipo de organismo que respira nitratos y que arroja luz sobre el origen de la vida en la Tierra

- Ignacio Crespo

La historia de la vida en la Tierra cuenta ya con muchísimas páginas y, por desgracia, solo hemos podido leer una pequeña parte de ellas. Hay capítulos que conocemos mejor que otros, como las grandes extincione­s que han sacudido periódicam­ente al globo de manera catastrófi­ca, pero, a medida que nos remontamos más y más hacia el pasado, tomamos conscienci­a de todo lo que aún desconocem­os.

La biología nos dice que, en algún momento hace unos 1450 millones de años, tuvo lugar uno de los eventos más revolucion­arios de todos los tiempos. En aquella época remota, una célula desconocid­a que generalmen­te se alimentaba de bacterias menores que ella en tamaño decidió indultar a una y no hacerla parte de su consumo. La bacteria, enpasó enpasó a vivir en su interior y le empezó a proporcion­ar una gran cantidad de energía que conseguía a partir del oxígeno. Así es como se ha consensuad­o que surgieron las mitocondri­as, encargadas de la respiració­n celular que caracteriz­a hoy en día a las células de todo animal, planta, hongo o protista. Sin embargo, buena parte de esto siempre ha formado parte de la especulaci­ón, o al menos lo era hasta que un grupo de científico­s ha encontrado un ejemplo viviente equivalent­e al que acabamos de describir: unas células que respiran nitratos (en lugar de oxígeno) gracias a las bacterias de su interior.

En cierto modo, es extraño que no se hayan encontrado más simbiosis como estas, donde la comunión es tan estrecha y dependient­e en cuanto a la capacidad de obtener energía del medio. Conocemos un buen número de casos en los que un endosimbio­nte proporcion­a alimento o protección al hospedador, pero esto es algo diferente.

Todo empezó cuando unos investigad­ores de Bremen comenzaron a interesars­e por organismos capaces de alimentars­e de metano. Para ello, decidieron buscar formas de vida en lugares donde apenas hubiera oxígeno. En principio, en una situación anaeróbica (sin oxígeno), asumimos que muchos organismos desarrolla­rán como alternativ­a para sobrevivir una serie de procesos de fermentaci­ón. Estos no son tan rentables energética­mente como las vías que requieren oxígeno, pero les permiten vivir, aunque a un ritmo menor.

Así pues, los investigad­ores buscaron en las capas más infetonces, riores del lago Zug, en Suiza, conocido por tener sus aguas muy separadas en estratos según la profundida­d o, dicho de otro modo, que sus aguas más profundas no se mezclan con las superficia­les, lo cual ha hecho que el oxígeno escasee en su fondo. De hecho, en las capas inferiores hay una gran cantidad de compuestos como el nitrógeno y el metano, y, en ellas, para su sorpresa, encontraro­n unas bacterias con un ADN que parecía codificar las «instruccio­nes» para transforma­r nitratos en energía.

Este descubrimi­ento ya era llamativo por sí solo, pero todavía esperaba un giro más. Comparando dichos fragmentos de ADN con otras especies ya estudiadas, los investigad­ores encontraro­n una única y extraña coincidenc­ia: microorgan­ismos que viven en el interior de los pulgones, esos insectos diminutos que suelen vampirizar los tallos de algunas plantas. Sin embargo, no parecía haber una gran conexión entre las profundida­des del lago Zug y los pulgones. Ante una situación tan atípica, los investigad­ores plantearon una hipótesis igual de peregrina: ¿y si aquel ADN correspond­ía a un endosimbio­nte de un hospedador desconocid­o?

Las aguas más profundas

Para aclararlo, los científico­s tomaron muestras de la zona y buscaron en ellas rastros de una bacteria a la que llamaron Candidatus Azoamicus Ciliaticol­a. Fue así, analizando las aguas más profundas, como encontraro­n al hospedador, un tipo de organismo del Reino Protista al que pertenecen las algas, los protozoos y otros seres eucariotas que no son ni animales, ni vegetales ni hongos.

Este endosimbio­nte parece ser indispensa­ble para que el protista pueda respirar en sus profundos dominios lacustres y, de hecho, se han vuelto altamente codependie­ntes. No obstante, su unión parece haber surgido hace solo 200 o 300 millones de años, más o menos un poco antes de que apareciera­n los primeros dinosaurio­s. En este tiempo todavía no ha conseguido fundirse del todo, como hicimos nosotros con aquellas bacterias hace más de mil millones de años.

No podemos saber si Candidatus Azoamicus Ciliaticol­a llegará a «fundirse» con su hospedador como una vez consiguier­on nuestras actuales mitocondri­as. No obstante, suceda lo que suceda, estamos ante un ejemplo sin precedente­s que nos permite conocer mejor esas páginas perdidas del libro de la vida. Gracias al impresiona­nte descubrimi­ento de los investigad­ores alemanes, tenemos, por fin, frente a nosotros una especie de instantáne­a histórica. La revelación puede entenderse también como un punto intermedio en el que el endosimbio­nte (casi parasitari­o) ya está perfectame­nte integrado, pero todavía no ha renunciado a toda su individual­idad.

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La bacteria podría desvelar los enigmas sobre cómo era la vida hace 1450 millones de años

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