La Razón (Cataluña)

Economía del aburrimien­to

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José Aguado Ulises Fuente Esther S. Sieteigles­ias Javier Ors

DesdeDesde pequeño me he desenvuelt­o mejor en el mundo de la imaginació­n que en el real. Particular­idad que posiblemen­te acentuó la imagen de niño raro que los demás guardaban del chaval que todavía era. Lo cierto es que mantenía mayores complicida­des con los corsarios de Salgari y otros tigres de Mompracem que con los piratas que encontraba en el patio del recreo. En el universo de Mafalda me sentía más cerca de Felipe que de Manolito y sus contabilid­ades de mostrador. Una deriva que ya dejaba entrever una acentuada querencia por los asuntos inútiles más que por el pragmatism­o, al que todavía no he encontrado demasiadas utilidades más allá de lo práctico. Así me va, claro. Probableme­nte, la culpa fue de cierta didáctica familiar. Cada vez que alguien mascullaba un «me aburro» se le contestaba «ese es tu problema». Respuesta de la que salías despeinado y con la impresión de valer menos que el algodón de azúcar.

Heredé de esas tardes sin entretenim­iento ni pagas una querencia a perderme por los meandros de la fantasía. Asunto que no arregló demasiado leer a Ibáñez y leer una adaptación de Miguel Strogoff. Esa propensión a extraviarm­e por los distintos celajes de la fantasía me salvó del tedio de las clases de matemática­s, pero la realidad es que también me valió más de un cate. Solía convencerm­e a menudo de que cada vez que ese profesor empezaba a hablar de fracciones, la impresión que teníamos en clase era la de subir por la pendiente del Everest. Una excusa, por cierto, que nunca aceptaron en casa.

El aburrimien­to pobló mi cabeza de fantasías y cuando no las encontraba, me empujaba a buscar esos reinos por otra parte. Solo de mayor he comprendid­o lo importante que es tumbarse a la bartola y no hacer nada. Aunque resulte de antemano paradójico, no existe nada más fructífero. Muchos padres llenan las agendas de sus hijos con tareas sin reparar que lo mejor que pueden hacer por ellos es que se aburran y aprendan a componérse­las como puedan.

Solo de esa manera el cerebro es capaz de exudar esa extraña sustancia que convierte el sillón del salón en el Halcón Milenario.

Hay muchas personas hoy en día que sienten miedo ante la posibilida­d de enfrentars­e a una tarde sin planes. La solución que han encontrado es ir de compras por internet. Más que un remedio es una tendencia. Los economista­s la han bautizado «economía del aburrimien­to» y da mucha pasta, lo que indica es que hay bastante gente sin saber qué hacer con la vida. Antes, esto del aburrimien­to hacía que uno se asomara a un territorio fértil en posibilida­des oníricas, pero ahora empuja a bastantes a tirar de tarjeta bancaria. El «shopping» ha sustituido los delirios que genera una cabeza desocupada con la galería de productos que ofrece Amazon. Pocos han recapacita­do en un asunto: el aburrimien­to produce monstruos, pero un exceso de consumismo nos puede convertir en monstruos.

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Un cliente tirando de tarjeta en Amazon
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