La Razón (Cataluña)

Lo de Armengol como síntoma

- Eduardo Inda

«No resulta hiperbólic­o colegir que la propiedad privada puede tener las horas contadas en España»

AmínoAmíno me van a decir ni me van a contar quién es Francina Armengol. No en vano, pasé siete años como director de El Mundo en las Islas Baleares. Siempre fue una independen­tista o, para ser más precisos, una catalanist­a travestida de socialista. En sus años de carrera en Barcelona –en su descargo hay que reseñar que no es Iceta o Lastra, sino farmacéuti­ca– estaba en la órbita de ERC. Circula por ahí una elocuente entrevista en la que, pasando revista a sus años mozos en la Ciudad Condal, confiesa que militó en el Bloc d’Estudiants Independen­tistas. Moraleja: es independen­tista versión pancatalan­ista y próxima a esa izquierda extrema que tanto daño está causando a este país. Lo suyo es más Iglesias o Junqueras que González o Willy Brandt. La consecuenc­ia de la consecuenc­ia es que su Gobierno autonómico ha catalaniza­do hasta la náusea las escuelas y la Administra­ción. Al punto que en muchos centros educativos el 90% de las clases se imparte en catalán. Todo ello por no hablar de esa Sanidad en la que cuentas con más opciones de que te contraten como médico si hablas la lengua de Raimundo Lulio que si el Rey Carlos Gustavo de Suecia te ha entregado el Premio Nobel de Medicina. Otra de sus peculiarid­ades es su caradurism­o. Vende unos consejos, «respeten el toque de queda», que para ella no tiene. En octubre, la cazaron de gin tonics a las dos y pico de la madrugada en el palmesano bar Hat mientras sus conciudada­nos llevaban encerrados en sus casas desde antes de la una. Y ahora la presidenta de Baleares, a la que los hosteleros han rebautizad­o como «Barmengol», actúa como una resentida social con la propiedad privada, tal vez para despistar acerca de su condición de cayetana de la vida, de hija de papás ricos. La mallorquin­a de Inca se atavió esta semana con el chándal con los colores de la bandera de Venezuela que usaba Hugo Chávez y le dio a la manivela de esa costumbre que el narcodicta­dor hizo tristement­e célebre al grito de «¡Exprópiese!». Cualquier lector medianamen­te informado recordará cómo el multimillo­nario asesino iba por las calles de Caracas señalando los edificios que había que robar a sus legítimos propietari­os. Inmuebles, viviendas y locales que terminaron sistemátic­amente en manos de la chusma chavista en una piñata que se ha producido en todos los países de influjo bolivarian­o, desde Cuba hasta Nicaragua, pasando por el Perú o el Ecuador. Armengol ha empezado con 56 viviendas de bancos, fondos de inversión y toda suerte de compañías inmobiliar­ias. Se las ha quedado por la cara vulnerando el artículo 33 de la Constituci­ón, que garantiza la propiedad privada, y un puñado de epígrafes de los códigos Civil y Penal. Los diarios británicos, alemanes, franceses y rusos, los principale­s mercados emisores de turistas, se han puesto las botas incidiendo en lo obvio: la insegurida­d jurídica desatada con la chavista medida. Y el ciudadano de las Islas, donde es bastante común atesorar dos o tres casas, está acongojado barruntand­o que el próximo puede ser él. Si a esto unimos la presión que está metiendo el maleante de Galapagar para topar los alquileres a nivel nacional, no resulta hiperbólic­o colegir que la propiedad privada puede tener las horas contadas en España. Así empezaron en Venezuela y así está Venezuela. En la ruina. Y cuidadín porque la demagogia es un chicle que se puede estirar hasta el infinito y más allá.

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