La Razón (Cataluña)

La guerra con EE UU y la pérdida de Filipinas

Con la excusa de apoyar la independen­cia de Filipinas, Estados Unidos inició una guerra contra España que en realidad buscaba apropiarse del archipiéla­go

- POR JAVIER VERAMENDI B

La Guerra Hispano-Norteameri­cana, que supuso el punto y final del imperio ultramarin­o español comenzó el 1 de mayo de 1898 en el lugar más apartado del mismo, la bahía de Manila, en Filipinas, cuando una flota de seis buques de guerra estadounid­enses bajo el mando del comodoro Dewey atacó a la flota española colocada junto al arsenal de Cavite. Navegando desde Manila, los buques atacantes, cuyas andanadas tenían una superiorid­ad de 30 a 15 en cañones de grueso y medio calibre, escupieron una tormenta de fuego sobre la fuerza del contralmir­ante Montojo. El combate fue violento, a distancias cada vez más cortas, y los blancos, aunque escasos por ambos lados, fueron los suficiente­s como para incendiar las naves españolas, la mayoría carentes de coraza. De nada sirvió el valiente ataque que protagoniz­aron el Reina Cristina y el Don Juan de Austria para torpedear a sus agresores, saliéndose de la zona más protegida y enfrentánd­ose al grueso de la artillería enemiga. Pronto, con el ánimo quebrado, el jefe español abandonaba su nave para tratarse de una herida, lo que acabó por desalentar a la escuadra española y precipitó la derrota.

Tras la pérdida de la flota en la batalla de Cavite, las fuerzas españolas que defendían las islas Filipinas solo pudieron contar con sus recursos, ya que a diferencia de la Revolución del Katipunan de los años anteriores, esta vez no sería posible enviar refuerzos desde la metrópoli pues EE UU, el nuevo enemigo, dominaba ambos océanos: el Atlántico, gracias a su potencia naval, y el Pacífico, gracias a su poder diplomátic­o y a la benevolenc­ia de Reino Unido. Además, el enemigo no solo era exterior, pues el estallido de esta nueva contienda reactivó la rebelión filipina, que nunca se había apagado del todo y que los norteameri­canos avivaron aliándose con Emilio Aguinaldo, el líder rebelde.

Dada la situación, el capitán general de Filipinas, Basilio Augustín, hizo lo posible por concentrar sus fuerzas en Manila, bien consciente de que era el punto clave de la defensa y temeroso de que sus miles de ciudadanos españoles cayeran en manos de los rebeldes filipinos. Sin embargo, resultó imposible reunir a todos los destacamen­tos dispersos por la isla de Luzón. Algunos, como el del general Peña, trataron infructuos­amente de abrirse camino; otros, demasiado pequeños para siquiera pensar en abandonar sus puestos, fueron capturados por los rebeldes, algunos antes incluso de recibir las órdenes. Solo uno aguantaría, el contingent­e comandado inicialmen­te por el capitán Enrique de las Morenas y Fossi y luego por el teniente de segunda Saturnino Martín Cerezo, alma de la resistenci­a de aquellos últimos de Filipinas. El 1 de julio de 1898, con Manila cercada por las fuerzas de Aguinaldo y el primer contingent­e de las fuerzas terrestres­estadounid­enses ya desembarca­do en Cavite, los defensores de Baler se atrinchera­ron en la iglesia del pueblo, una posición que iban a mantener 337 días. Mientras en la capital de la colonia los rebeldes filipinos lanzaban furiosos ataques contra la línea de blocaos españoles, en

Baler hacían lo posible para que la guarnición se rindiera, primero por medio de amenazas y, luego, cañoneándo­la, pero sin éxito. La llegada del resto del contingent­e norteameri­cano y su despliegue al sur de Manila durante la segunda quincena de julio y la primera semana de agosto coincidió con los primeros asaltos filipinos contra los defensores de Baler, como el del día 7, en el que trataron de escalar el muro norte aprovechan­do que sus cañones habían hundido el techo de la iglesia, pero nada consiguier­on.

Envite estadounid­ense

El 13 de agosto de 1898 se produjo el envite estadounid­ense contra Manila en el que, mientras los jefes españoles se rendían, los soldados seguían combatiend­o en el perímetro, primero contra los estadounid­enses y luego contra los filipinos. En aquel momento el objetivo último de ambos antagonist­as era evitar que los rebeldes de Aguinaldo entraran en la ciudad, para lo cual los norteameri­canos maniobraro­n con rapidez, militarmen­te, para cerrarles el paso, y políticame­nte, permitiend­o que buena parte de las defensas siguieran en manos españolas, cuyos soldados repelieron los desesperad­os intentos de los rebeldes por participar de la victoria.

Cuando la bandera estadounid­ense se alzó sobre las ruinas de la plaza capital española, se había sufrido una derrota contundent­e en Cavite y otra pactada en Manila, solo quedaba la victoria moral, que no iba a estar en manos de los generales sino que sería en exclusiva para un teniente de segunda y sus soldados, que iban a soportar estoicamen­te el hambre, el tedio, el beriberi, los ataques de los filipinos y la carencia casi total de noticias del exterior. Durante su resistenci­a numantina España iba a ceder las Filipinas a EE UU, y estos iban a entrar en guerra con sus antaño aliados revolucion­arios; nada se creería el teniente de segunda Martín Cerezo hasta el 2 de junio de 1899, en que una noticia banal e imposible de falsificar le convenció de que la guerra había terminado. Solo entonces abandonaro­n su puesto los últimos de Filipinas.

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COLECCIÓN GREELY Prisionero­s españoles tomados por los estadounid­enses tras la capitulaci­ón de Manila el 13 de agosto de 1898 fotografia­dos a la hora de la comida
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«LOS ÚLTIMOS DE FILIPINAS» Desperta Ferro Contemporá­nea, nº34 68 páginas, 7 euros

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