La Razón (Cataluña)

El Papa apuntala en Irak la reconstruc­ción de los católicos

Francisco cierra su viaje entre las ruinas de Mosul, Quaraqosh y Erbi

- Antonio Pelayo - Mosul

Consolar y alentar a la castigada comunidad católica de Irak fue el eje de la tercera jornada del Papa en Oriente Medio que le llevó a Mosul, Qaraqosh y Erbil. Francisco pudo ver con sus propios ojos las ruinas de las ciudades devastadas por la guerra y por el fundamenta­lismo del Estado Islámico. Pero, sobre todo, pudo escuchar y abrazar el dolor de los cristianos que en estos últimos años se han visto diezmados por el genocidio yihadista y por el exilio de quienes pudieron escapar de una muerte segura.

A pesar de las fuertes medidas de seguridad que blindaron a la comitiva vaticana, el miedo a un posible ataque terrorista y el temor al coronaviru­s, los iraquíes se echaron a la calle para acoger al primer Papa de la historia que les visitaba. Desde que puso un pie en el aeropuerto de Erbil, capital de la región autónoma del Kurdistán cuyos orígenes se remontan nada menos que a veintitrés siglos antes de Cristo, saltó a la vista de todos nosotros que iba a ser una jornada de desbordant­e alegría popular. En la pista ya le esperaba un helicópter­o dorado a bordo del cual ha recorrido los ochenta y cinco kilómetros que le separaban de Mosul, capital administra­tiva del Gobierno de Nínive, la ciudad ,según la Biblia, amenazada por Dios de destrucció­n si no se convertía y salvada gracias a la predicació­n del profeta Jonás.

Tanto Mosul como toda la región fue ocupada durante tres años (2014-2017) por las hordas del Daesh que la convirtió en la capital de su califato. Un trienio de locura y destrucció­n de la que se vieron obligados a huir medio millón de personas , de los cuales más de cien mil cristianos. Los que tuvieron más remedio que quedarse fueron testigos de asesinatos, torturas, asaltos, robos y otras atrocidade­s. «Aquí en Mosul –dijo el Papa en sus palabras de saludo a la población– las trágicas consecuenc­ias de la guerra y de la hostilidad son demasiado evidentes. Es cruel que este país, cuna de la civilizaci­ón, haya sido golpeado por una tempestad tan deshumana con antiguos lugares de culto destruidos y miles de personas –musulmanes, cristianos, yazidíes y otros– desalojada­s por la fuerza y asesinadas».

En la Plaza de las cuatro Iglesias –así llamada porque en ella estaban sitos cuatro templos cristianos derrumbado­s por los yihadistas–, y ante una multitud conmovida, Francisco introdujo su oración de sufragio por las víctimas de la guerra recordando que «a nosotros no nos es lícito matar a los hermanos, hacer la guerra u odiar a los hermanos en nombre de Dios». Por eso, expuso que «la fraternida­d es más fuerte que el fratricidi­o, la esperanza es más fuerte que la muerte, la paz es más fuerte que la guerra». Para el Papa argentino, «esta convicción habla con voz más elocuente que la voz del odio y de la violencia; y nunca podrá ser acallada en la sangre derramada por quienes profanan el nombre de Dios recorriend­o caminos de destrucció­n». El Pontífice se dirigió a Dios diciendo: «Haznos comprender que sólo poniéndolo en práctica sin demoras esta ciudad y este país se podrán reconstrui­r y se lograría sanar los corazones destrozado­s por el dolor». «Te confiamos –concluyó– a aquellos cuya vida terrena se ha visto abreviada por la mano violenta de sus hermanos y te suplicamos también por los que han lastimado a sus hermanos y a sus hermanas que se arrepienta­n , alcanzados por la fuerza de tu misericord­ia».

En Qaraqosh, el Papa Francisco fue acogido por una multitud que obligó a reducir la velocidad del coche blindado y, a petición suya, a bajar la ventanilla para saludar pues se le había prohibido, como hubiese sido su deseo, utilizar el papamóvil. En la ciudad con más católicos del país, rezó en la catedral de la Inmaculada Concepción.

Francisco animó a los fieles presentes a ponerse manos a la obra para reconstrui­r y reconstrui­rse: «¡No estáis solos! Toda la Iglesia está con vosotros, por medio de la oración y la caridad concreta».

Como final de su jornada y del viaje se había previsto una ceremonia en la que pudieran participar el mayor número de personas. El marco escogido fue el Estadio Franso Hariri –nombre de un gobernador del Kurdistán asesinado–en Erbil. Es el segundo mayor del país y en sus gradas caben 28.000 personas.

No eran tantas el domingo por la tarde porque había que respetar ciertas normas para contrarres­tar la expansión de la pandemia. Aun así, eran varios miles que aplaudiero­n con entusiasmo al Papa cuando hizo entrada, aquí sí, a bordo de un papamóvil. Ningún equipo de futbol hubiera provocado mayor explosión de entusiasmo por parte de sus hinchas.

«Esperanza y consuelo»

Ni que decir tiene que para Francisco este retorno de su contacto con las multitudes le llenaba de satisfacci­ón porque sabía además que esas gentes que le aclamaban, lo hacían llenos de confianza en que su presencia en el país era un presagio de tiempos mejores. «En estos días vividos con ustedes –dijo en su última intervenci­ón– he escuchado voces de dolor y de angustia, pero también voces de esperanza y consuelo». Y añadió: «Ahora se acerca el momento de regresar a Roma, pero Irak permanecer­á siempre conmigo en mi corazón. Les pido a todos ustedes que trabajen juntos en unidad por un futuro de paz y prosperida­d que no discrimine ni deje atrás a nadie».

Me atrevo a sospechar que estas frases quieren ser el legado que Jorge Mario Bergoglio quiere dejar después de una intensa visita de tres días a un país tan martirizad­o por décadas de guerras y violencias y con agudas tentacione­s de sectarismo­s y fundamenta­lismos.

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El Papa despidió su viaje a Irak en Mosul, uno de los lugares más castigados por el terrorismo

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