El año en el que volví a nacer «Los médicos me dijeron que en varias ocasiones pensaron que me perdían. Necesité una máquina de oxigenación extracorpórea»
Pensaban que no lo contarían, pero sus ganas de vivir y la profesionalidad de los sanitarios que los trataron, les alejaron de la muerte. Ellos son solo tres ejemplos de los más de tres millones de afectados por el virus en España
«Estuve muy asustada y nerviosa. No sabía dónde estaba, se me fue la cabeza. Creí que no volvería a ver a mi familia»
Temieron lo peor. Creían que no estarían aquí para contarlo. Lo han pasado mal. Muy mal. Han estado semanas desconectados de la vida. Sedados, intubados. Lucharon contra un virus que se coló en su organismo y arrasó con cada rincón de su cuerpo. La virulencia con la que atacó la Covid a Juan Vicente, Pilar y José Alfredo pone sobre la mesa la confirmación de que este virus es impredecible. No solo se ceba con los más débiles, sino también con jóvenes cuyo historial médico estaba en blanco. Por suerte, los tres están aquí un año después y nos relatan su experiencia de cómo se convirtieron en supervivientes de la pandemia.
José Alfredo, de 28 años, fue de los primeros casos de gravedad que tuvieron lugar en España. Ingresó el 13 de marzo en el Hospital 12 de Octubre de Madrid después de diez días en casa soportando un fiebre altísima. «Al llegar a urgencias tenía las uñas moradas, la saturación de oxígeno no llegaba al 50%, no podía respirar. Recuerdo que me pusieron oxígeno y ya no supe nada más. Me sedaron e intubaron», recuerda este español de origen mexicano. Así estuvo un mes, conectado a las máquinas que le mantenían con vida. «Ha sido uno de los casos más duros, luchábamos cada día para que no se nos fuera. Tenía una fuerte inflamación de los pulmones, lo cual se complicó con un tromboembolismo, por lo que necesitó circulación extracorpórea», describe Victoria Trasmonte, la médica intensivista del 12 de Octubre que llevó su caso. El sistema de oxigenación por membrana extracorpórea (ECMO), lo que le permitía era realizar la función respiratoria y limpiar la sangre mientras los pulmones permanecen inactivos. «Estuvo muy grave y, además, al ser tan joven, costaba mantenerle sedado», añade la facultativa.
«Lo siguiente que recuerdo es cuando empezaron a quitarme la sedación, escuchaba al personal que me atendía y también la voz de mi esposa. Luego me contaron que me la ponían al teléfono para que me hablara aunque yo no pudiera responder. Al decirme que había estado un mes sedado no me lo podía creer, pensaba que habría sido un día».
Pesadillas durante la sedación
Una vez superado lo peor, le trasladaron a la planta de Neumología para continuar su recuperación: «No tenía fuerza para nada, intentaba coger el teléfono o levantar el brazo y me resultaba complicadísimo. No podía andar, había perdido la masa muscular. Tampoco podía comer. Me hicieron una traqueotomía. Fue terrible. Tuve que aprender a hacer todo de nuevo: comer, andar hablar...», rememora José Alfredo, que ahora ya está totalmente recuperado y ha vuelto al trabajo. Su mujer, Alma, siempre estuvo ahí. Pero fue tan duro por lo que ella pasó al no saber si su marido saldría adelante que perdió el bebé que esperaban. «Nuestro reencuentro fue muy bonito. Aunque ahora ya esté bien y sin secuelas, esto te marca de por vida», asevera.
Lo mismo piensa Juan Vicente, que estuvo un mes ingresado y dos semanas sedado. Todavía recuerda aquel traslado en ambulancia al Hospital Virgen del Rosario de Madrid con angustia: «Íbamos varias personas dentro y todos fatal, algunos se habían hecho sus necesidades encima.
Yo iba congelado de frío y me encontraba muy mal». Al día siguiente le ingresaron en la UCI porque el virus había comenzado a afectar a varios órganos. «Me golpeó fuerte en el riñón, tuvieron que hacerme diálisis. Más tarde se me cayó el pelo y me comenzaron a salir granos por todo el cuerpo. Mudé toda la piel», describe. Para Juan, lo más duro fue «verse solo, tumbado y lleno de tubos. Tu mente se va, estás desubicado. Cuando me desintuba
ron y pude hablar con Elena, mi mujer, me sentí más animado, pero aun así todavía quedaba toda la fase de recuperación. No se me olvidará que no podía ni beber agua, tenía que hacerlo con una cuchara pequeña. A todos los que niegan la pandemia o que van por la calle sin mascarilla les desearía que por un día se vieran en esa situación. Los que hemos pasado por ello lo tenemos muy presente».
Este informático madrileño asegura que lo suyo ha sido un milagro «porque nunca pensé que volvería a ser el mismo, pero por suerte lo he conseguido». La recuperación fue lenta: «Cuando llegué a casa no podía ni levantarme al baño, está a diez pasos de la cama. Al salir a la calle por primera vez no llegué a doblar la esquina de mi edificio. Era muy frustrante».
Elena, que lo vivió desde el otro lado, pegada todo el día al teléfono a la espera de la llamada de los médicos, expresa también lo angustiosas que fueron aquellas semanas: «La primera vez que pude verle por videollamada fue impactante. Estaba lleno de tubos, vías y aparatos. Yo estaba muy nerviosa, pero no quería llorar. Cuando pude ir a recogerle al hospital le di la mano y le apreté con mucha fuerza. Por fin estaba de vuelta en casa».
Esa sensación de alivio y de reencuentro con los suyos fue lo que también deseaba Pilar, de 88 años, quien estuvo 33 días ingresada en Barcelona. Tiene dos hijos, seis nietos y seis bisnietos. Pensaba que no volvería a abrazarlos: «Me empecé a encontrarme mal la noche de Reyes. Me costaba respirar, llamamos a urgencias y me llevaron al Hospital Dos de Maig. Allí me hicieron unas pruebas y a las horas volví a casa. Esa madrugada fui al baño y me caí, me di un golpe en la espalda y ya no recuerdo nada más hasta que me desperté en el hospital Vall d’Hebron. De allí me trasladaron al Centro Blau Clinic Isabel Roig, donde estuve un mes ingresada».
Confiesa que «estaba muy asustada, muy nerviosa, no podía hablar con mis familiares... Se me fue la cabeza. No sabía dónde estaba y eso me tenía muy alterada. Llegué a pensar que me habían dejado en una residencia. No sabía bien por qué estaba allí». Tales fueron los miedos que se le pasaban por la cabeza «que creía que me iba a quedar allí para siempre y no podría volver a ver a mis hijos, nietos, bisnietos... se pasa muy mal. En una ocasión llamé a mi hija y le dije que me sacara de ahí, que quería ir a casa. Es como estar en la cárcel, no sé cómo debe ser estar allí, pero debe ser algo así».
Pilar estuvo en una habitación aislada y a ratos se entretenía con la televisión: «No podía salir de allí, así que pasaba de la cama al sillón y del sillón a la cama. Los días se hacían muy largos. Estuve un mes, pero me pareció un año». También se le complicó la comunicación con sus hijos, que son sordos. Los veía por videollamada, pero como yo tampoco escucho bien, me faltaban las gafas y tampoco veía con claridad, no entendía lo que me decían... Me sentí muy sola y los echaba mucho de menos».
Dice que, pese a que de la Covid, «creo que no me ha quedado nada», al tener 88 años todo se complica: «El corazón me funciona un 30%, tengo un marcapasos y me dan pinchazos por todo el pecho y la espalda. También tengo las dos rodillas operadas... así que a mi edad se junta todo». Pero no le pesa y los dolores los dejó a un lado en cuanto pudo reencontrarse con sus familiares. «La primera vez que les vi al salir del hospital me temblaba todo, estaba tan emocionada que tuve que tomarme hasta un Lorazepam para tranquilizarme», concluye con una sonrisa.
«Me afectó al riñón, se me cayó el pelo y mudé toda la piel. Al principio solo podía beber agua a través de una cucharilla pequeña»