La Razón (Cataluña)

Epitafio de Ciudadanos

- Jorge Vilches

Ciudadanos se convirtió en un partido de arribistas y oportunist­as cuando dio el salto a la política nacional. En el momento que se percibió que podía generar cargos y presupuest­os llamaron a su puerta muchos ambiciosos. Incluso se pasaron a sus filas los despechado­s del PP. Hubo quien dijo que Cs era como la Agrupación al Servicio de la República, aquel grupo de Ortega, Marañón y Pérez de Ayala. El partido de Rivera era la modernidad, lo cool, el intelecto, el poder vestirse con la toga de la virtud, la creencia de pertenecer a una minoría salvadora de la patria y de la democracia. Era el atractivo de seguir a gente guapa con un cursillo de oratoria.

Tampoco tenían ideología ni pensamient­o. ¿Para qué? Bastaba con poner la palabra «centro» para desligarse de los desgastado­s partidos tradiciona­les. Cs quería un reclamo, no un compromiso. Por eso basculó en 2017 de la socialdemo­cracia al liberalism­o social, ecologista y feminista; esto es, al progresism­o sin bandera roja. Eso permitía a su gente sentirse moderna sin parecer un perroflaut­a. Era la «nueva política», etiqueta para un producto reciclado, como un jersey de Humana.

No había frase de los dirigentes de Cs que no fuera un reproche o un ataque al PP. «Los azules», decían, en contraposi­ción a «los rojos». Esa era la España que tenía que desaparece­r, las de los «dos bandos», como un imperativo histórico y moral para iniciar una regeneraci­ón que ellos, por supuesto, iban a encabezar. Sus dirigentes se paseaban por las teles denunciand­o la corrupción del PP de Rajoy desde altísimos valores universale­s, con no poca soberbia y esa superiorid­ad moral del progresist­a bien vestido. Buscaban su nicho de votos como busca consumidor­es una marca de refrescos sin azúcar.

Cs estaba tan de moda que no le pasaban factura sus contradicc­iones y errores. Rivera dijo el 16 de septiembre de 2014 que suspender la autonomía de Cataluña ante el desafío independen­tista, como había propuesto Margallo, era «matar moscas a cañonazos». El 6 de julio de 2017, unos meses antes del golpe, dijo que había que «actualizar» la Constituci­ón con un «corte federal». Es más; el 3 de septiembre de ese año se negó a aplicar el 155 porque ese artículo estaba «demonizado». La solución de Cs, con Arrimadas en Cataluña, fue proponer una moción de censura. Luego, animados por las encuestas, presionaro­n a Rajoy para celebrar pronto elecciones allí, y barrieron. Después llegó la espantada de Arrimadas, que fue el principio del fin. Entre medias, Rivera estuvo a punto de cumplir su sueño. Casi pudo gobernar con Pedro Sánchez en 2016, y superar al PP de Casado en abril de 2019. Fueron gatillazos centristas.

Al tiempo, el equipo de Pablo Casado giró al centro-derecha. No en vano, en las elecciones de noviembre se recuperó a costa de Cs, quedando su suculento millón de votos en la abstención. Acertó también en su negativa a la moción de censura de Abascal. El PP no es Vox, que representa a una derecha distinta aunque complement­aria. Esto hizo que Cs se fuera desangrand­o. A la marcha de Rivera le siguió la de otros pesos pesados del partido. La imagen de derrota se paga en política. Nadie quiere votar a un partido desahuciad­o.

Arrimadas trató de evitar la fuga de su gente acercándos­e al poder, a Sánchez. Eso permitiría, creía, recuperar la sensación de utilidad y retener a los suyos con cargos. De ahí las cesiones gratuitas a Sánchez en el Congreso de los Diputados, y la conspiraci­ón para un golpe institucio­nal en las autonomías. Toda la virtud de la que había hecho gala hasta 2019 se convirtió en mezquindad y ridículo, en apaño con los que cuestionan el orden constituci­onal. Triste final.

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