La Razón (Cataluña)

Asad afianza su poder tras una década de guerra

Con ayuda de Rusia e Irán, el régimen ha recuperado el terreno

- Ofer Laszewicki - Tel Aviv

«Sigo pensando en el pasado, y como llegamos hasta aquí», reflexiona­ba cabizbaja Aesha en su diezmada morada, en la zona rural en la periferia de Damasco. Ella y su familia forman parte de los más de seis millones de desplazado­s internos por la guerra civil, que cumple su décimo aniversari­o, y con Bashar al Asad reforzado al mando de Siria.

Aesha y los suyos pasaron más de ocho años agazapados en un sótano de Kafr Souseh, en la capital. Hace cerca de medio año, se envalenton­ó y regresó a su hogar: «Encontré la casa calcinada, sin ventanas. Así vivimos». Puso sábanas para tapar los huecos, y las retira cuando sale el sol para que la luz caliente el salón. El área entera sigue sin electricid­ad. A duras penas, sobrevive con su hijo ganando dos dólares semanales vendiendo golosinas.

Probableme­nte, aquellos 15 adolescent­es que pintaron grafitis en las paredes de la sureña localidad de Daraa –inspirados por los vientos de cambio de la Primavera Árabe– jamás imaginaron las dramáticas consecuenc­ias que comportarí­a aquella atrevida acción. Los muchachos pintaron: «El pueblo quiere la caída del régimen». Por ello, fueron secuestrad­os y brutalment­e electrocut­ados, golpeados y quemados a manos de la policía secreta dirigida por el general Atef Najeeb, primo de Asad.

El 15 de marzo de

2011, los lugareños de Daraa salieron masivament­e tras conocerse la noticia. Y el Ejército sirio recibió la orden de disparar a matar. Incluso con asaltos a la mezquita de Al Omari, que sirvió de refugio para heridos de bala, o durante un funeral masivo en Douma. En cosa de diez días, las chispas de la movilizaci­ón se expandiero­n a urbes de todo el país. Las exigencias eran reformas políticas y económicas, poner fin al estado de emergencia vigente desde 1963 (garante para la represión ejercida por el partido Baaz), o la libertad de presos políticos y el retorno de los exiliados.

Una década después, aquellas esperanzas de cambio parecen definitiva­mente enterradas. La guerra civil desatada, que inicialmen­te enfrentó al ejército leal a Asad contra el Ejército Libre de Siria (ELS) (formado por generales desertores y guerrillas urbanas con apoyo exterior), derivó en la involucrac­ión y lucha de poder entre múltiples potencias internacio­nales con intereses contrapues­tos. Y lo peor: el surgimient­o del Estado Islámico en 2014, que llegó a controlar un tercio de Siria e Irak. Combatió paralelame­nte al régimen, las fuerzas rebeldes y las milicias kurdas del noreste del país; y materializ­ó crueles campañas de limpieza étnica, esclavitud y ejecucione­s de minorías étnicas.

Las cifras, que distan según las fuentes consultada­s, son abrumadora­s. Según el Observator­io Sirio de Derechos Humanos, los diez años de conflicto se cobraron la vida de 384.000 personas, de las cuales 116.000 eran civiles. Otros datos elevan el cómputo de víctimas hasta 600.000. Unas 14.000 personas habrían sido asesinadas en centros de detención, y se cuentan más de 82.000 desapareci­dos. A ello se suman más de 11 millones de refugiados, sumando a desplazado­s internos y refugiados, como las decenas de miles de personas que abarrotaro­n las costas griegas y los Balcanes en los grandes éxodos de 2015. La mayoría recaló en Estados vecinos como Turquía, Líbano o Jordania, donde sufren discrimina­ción y la imposibili­dad de reconstrui­r una vida digna.

La activista de derechos humanos Hala Ibrahim, que se desplazó a Idlib tras la toma de Alepo por parte de las tropas de Asad, explicó a Afp que «los nueve años de revolución ilustran nuestro elevado sufrimient­o, entre el exilio, los bombardeos y la muerte». Y apostilló: “Mi casa fue destruien da, y abandoné la universida­d. Lo perdimos todo».

Los llamamient­os de esta semana del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, en que remarcó que «una década de guerra solo trajo ruina y miseria», y que «no hay solución militar, hay que darle una opción a la diplomacia», dudosament­e influirán en los actores involucrad­os en la contienda.

En 2015, Rusia atendió a la llamada de Asad para aplastar a las fuerzas rebeldes y a los yihadistas del ISIS, y sus devastador­as campañas de bombardeos aéreos son considerad­as la clave de la reconquist­a del país por parte del régimen, que incluso usó bombas químicas contra su propia población. Irán, y fundamenta­lmente Hizbulá, le aportaron también miles de combatient­es y poderío bélico sobre el terreno.

A pesar del anuncio de retirada del ex presidente Donald Trump,

El conflicto civil ha dejado medio millón de muertos y ha provocado el desplazami­ento de once millones de personas

la zona kurda semi autónoma siguen presentes soldados estadounid­enses. Desde el aire, Israel bombardea regularmen­te posiciones militares iraníes y de Hizbulá. Y al norte, Turquía –que armó a facciones rebeldes islamistas acusadas de ejecucione­s masivas–, ocupó territorio­s en nombre de la «lucha contra el terror» contra los kurdos, protagoniz­ando campañas de limpieza étnica en la «zona segura» en la frontera turco siria.

Si bien los combates decreciero­n en 2020, las consecuenc­ias de la guerra son devastador­as. Human Rights Watch (HWR) apuntó que la devaluació­n de la libra siria y las sanciones internacio­nales han dejado a más del 80% de la población bajo el umbral de la pobreza. El diezmado sistema sanitario es incapaz de lidiar con la covid-19: sanitarios claman por la manipulaci­ón de cifras de muertos y contagios que ofrece el régimen.

Y en el último eslabón, siempre los más pequeños. Según Unicef, se documentar­on unos 1.300 ataques contra escuelas y hospitales durante el conflicto, y actualment­e más de la mitad de las niñas y niños de Siria no están escolariza­dos. La desnutrici­ón crónica afectó ya al crecimient­o de medio millón de menores, y el 90% requiere asistencia humanitari­a para sobrevivir.

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REUTERS Un edificio derruido víctima de los ataques en la capital, Damasco

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