La Razón (Cataluña)

La dignidad perdida

- Sara Villarreal Narganes

Se ha discutido, hasta la saciedad, acerca de la necesidad de modificar el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) a fin de garantizar la independen­cia judicial. De hecho, es el Grupo de Estados contra la corrupción (GRECO), dependient­e del Consejo de Europa, el que ha advertido a España en reiteradas ocasiones sobre la idoneidad de modificar el referido sistema con el propósito de lograr aquella.

Sin embargo, en los últimos días dicha posibilida­d se torna cada vez más lejana. Asistimos día sí y otro también a un espectácul­o que bien podría ser tachado de impúdico en el que los diferentes partidos políticos ni siquiera se preocupan ya en disimular el intercambi­o de cromos en el que se ha convertido la designació­n de los representa­ntes del órgano de gobierno de los jueces. Y todo ello con el único objetivo de instrument­alizar partidaria­mente una institució­n constituci­onal que es de todos.

La situación general creada es irresponsa­ble ya que contribuye al desprestig­io institucio­nal, a la deslegitim­ación sistemátic­a y al consiguien­te debilitami­ento de la institució­n. Y es que no puede haber Estado de Derecho sin institucio­nes sólidas y prestigiad­as. Además tal actitud viene a ahondar, aún más si cabe, en el descrédito con el que cuenta la Justicia ante la opinión pública y ello a pesar del ingente esfuerzo que realizan los jueces de a pie, en su día a día, con el fin de sacar adelante su trabajo con unos medios materiales y personales realmente exiguos.

Y en esta coyuntura, la respuesta del colectivo, de nuestro colectivo, y de las asociacion­es profesiona­les no puede ser calificada de otro modo que de tibia por no tildarla de cómplice o inexistent­e.

Quizás suframos el denominado síndrome de la rana hervida, analogía que se utiliza para describir el fenómeno ocurrido cuando, ante un problema que es progresiva­mente tan lento que sus daños únicamente pueden percibirse a largo plazo o incluso no percibirse, la falta de conciencia genera que no haya reacciones o que estas sean tan tardías que no se puedan ya evitar o revertir los daños que ya están causados.

O quizás, los errores y las deficienci­as del sistema sean también consecuenc­ia de un mirar hacia otro lado en aras de intereses individual­es lo que no deja de ser una muestra más de la denominada sociedad postmodern­a, en la que tal y como escribía el ensayista francés Gilles Lipovetsky en su obra La era del vacío existe un vacío ideológico que desemboca en una forma de hedonismo desencanta­do de un mundo donde lo sagrado y lo colectivo ha desapareci­do y donde el hombre se pone en escena y dedica su existencia a aparentar y no a ser.

Sea lo que fuere, hoy más que nunca se hace necesaria la reflexión, el debate honesto, que abogue por un esfuerzo común que permita dotar de dignidad a la institució­n. Lo anterior, sin duda, implica renuncias. No obstante, es mucho lo que nos jugamos sobre todo en un momento en el que la crisis económica y social que nos acecha, fruto de la pandemia, hace imprescind­ible contar con una justicia realmente independie­nte, ajena a las interferen­cias de los otros poderes del estado, que sirva de contrapeso a los mismos, y que permita dar certeza y confianza al ciudadano.

Este, y no otro, es el cometido que debe presidir el funcionami­ento de nuestro órgano de gobierno cuya misión es, precisamen­te, velar por la garantía de independen­cia de los jueces y magistrado­s frente a los demás poderes del Estado. Un ideal, ciertament­e, irrenuncia­ble.

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EFE Imagen del Congreso de los Diputados

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