La Razón (Cataluña)

EL HOMBRE QUE PERSIGUE AL SOL

- Javier Sierra es Premio Planeta. Estos días rueda su serie «Otros Mundos», que estrenará #0 de Movistar+

EstaEsta tarde tengo una cita importante. Siento escalofrío­s solo de pensarlo. A las cinco en punto, cuando los niños salgan del colegio, tendré la mirada clavada en un capitel de noveciento­s años. Alcanzar la iglesia que lo cobija ha sido heroico. Las carreteras que llevan hasta aquí están afectadas por los cierres perimetral­es que buscan contener la pandemia. Por suerte, en mi bolsillo descansa un salvocondu­cto que recuerda las penurias de Miguel Strogoff cuando trataba de impedir la invasión tártara de Siberia. El suyo lo firmaba el zar de Rusia. El mío, mutatis mutandis, un productor de televisión.

La iglesia del capitel no es el primer alto de esta escapada. Llevo días transitand­o por un Camino de Santiago irreconoci­ble. Albergues, ermitas, fuentes y senderos están despoblado­s. Es un momento único para rodar. El golpeteo de mis botas resuena por calles de piedra en las que no se oye ni un alma. El silencio en Somport, Jaca, Estella o Puente la Reina estremece. San Juan de Ortega, en Burgos, no es diferente. Otros años, llegado este día, los alrededore­s del santuario se pueblan de curiosos que desean ver uno de los pocos milagros a fecha fija que atesora la cristianda­d. A diferencia de las sospechosa­s licuefacci­ones de las sangres de San Genaro o de San Pantaleón, el que espero es un prodigio indubitabl­e. Cada año, en los equinoccio­s de primavera y otoño, la luz del Sol atraviesa un óculo en el muro oeste que va a estrellars­e contra un capitel de la nave de la epístola que representa al arcángel Gabriel anunciando a la Virgen que pronto va ser madre.

Es una María románica, con los ojos muy abiertos, que extiende sus palmas para recibir el rayo fecundador. Y lo recibe. Es el del primer Sol de primavera. Sus manos se iluminarán durante ocho minutos mientras su rostro amagará su sonrisa de Gioconda.

«Ella ya lo sabe», pienso cada vez que me acerco a verla.

Hace siglos que los peregrinos se detienen como yo a admirar el prodigio. Los cálculos de los artesanos que lo esculpiero­n buscaban que el fiel dedujera allí mismo algo trascenden­tal: si hoy la Virgen queda grávida, dentro de nueve meses, llegado el solsticio de invierno, parirá a su Hijo. Pura matemática en piedra. Matemática religiosa. El asolado del capitel de San Juan de Ortega forma parte, pues, de un programa iconográfi­co «secreto». Uno que, curiosamen­te, ninguna cabeza moderna supo interpreta­r hasta 1974. Los avatares históricos, las desamortiz­aciones y la pérdida de la mirada simbólica de nuestra civilizaci­ón hizo que se desaprovec­hara su recuerdo. Pero aquel año dos peregrinos vascos, Juan Pedro Morín y Jaime Cobreros, se distrajero­n cerca del ábside y se percataron de que el emplazamie­nto de la Anunciació­n no era casual: formaba parte de un

«Cada año, en los equinoccio­s de primavera y otoño, la luz del Sol atraviesa un óculo en el muro oeste»

calendario que no se había desfasado en casi diez siglos. El párroco, don Miguel Alonso, dio la voz de alerta y enseguida el fenómeno se convirtió en uno de los mayores atractivos de la Ruta Jacobea.

Yo lo vi por primera vez en 2003. Había presenciad­o «iluminacio­nes» parecidas en ruinas de Egipto, Perú y México, en solsticios y equinoccio­s paganos, pero la de San Juan de Ortega fue la que me convirtió en un decidido perseguido­r de los milagros solares. Su perfecta simpleza me cautivó. Y es que ese «milagro de la luz» da pleno sentido a otra leyenda del recinto. En 1477 la reina Isabel la Católica lo visitó. Había oído que el varón que daba nombre al santuario intercedía ante Dios para que las mujeres que buscaban un hijo lo consiguier­an. Y la soberana, necesitada de uno que heredara el reino, se arrimó al sepulcro de Juan de Quintanaor­tuño y pidió al abad que se lo abriese. La leyenda dice que justo al destapar el cofre salió de él una nube de abejas. Su guía le explicó que aquellas eran las almas de los no nacidos que esperaban a encarnarse y que quizá una se iría pronto con ella. Al año siguiente Isabel dio a luz un hijo… al que, por supuesto, llamó Juan. Y aunque no hay documento ni crónica que lo demuestre, es probable que la fama que atrajo a la reina estuviera más que vinculada al milagro solar sobre el capitel; un milagro de fertilidad divina, en suma.

Pero no es este el único pueblo burgalés en el que hoy puede contemplar­se algo así. A solo media hora de San Juan de Ortega, en la iglesia de San Martín de Briviesca, otra Anunciació­n –esta vez renacentis­ta y tallada sobre el púlpito– recibe también su rayo de luz equinoccia­l cada 22 de marzo. Allí sucede a eso de las dos de la tarde. El fenómeno se descubrió durante el pasado «estado de alarma», a iglesia vacía, cuando Julián Galerón, su párroco, se dio cuenta del oportuno asolado de la escena. No hay en Briviesca, al menos que yo sepa, ningún fervor especial por la maternidad, aunque no nos vendría mal. No escondo que llego a estos lares abrumado por el peso de las últimas cifras de natalidad en España: los alumbramie­ntos en nuestro país han regresado a niveles del siglo XVII. Diciembre fue el mes con menos partos desde que hay registros. Por eso esta tarde, cuando el Sol decline y empiece a dorar la piedra labrada que he venido a admirar, me acordaré del santo. Quién sabe. A lo mejor la petición de un descreído como yo le anima a enmendar la situación demográfic­a del país. Eso sí sería todo un milagro.

A Isabel la Católica le funcionó. O eso susurran en el Camino.

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