La Razón (Cataluña)

Carrascote­rapia: las víctimas de un juicio mediático

Las declaracio­nes de la hijade «La más grande» han revolucion­ado España, pero los expertos coinciden en el riesgo que conlleva que el Estado entre a valorar unos hechos «documental­es» haciendo saltar por los aires cualquier presunción de inocencia

- POR JULIO VALDEÓN/ REBECA ARGUDO

España ha entrado en trance catódico tras las confesione­s hiperventi­ladas de la hija rebeldona de una diosa con bata de cola y un campeón pugilístic­o, que acusa de unos malos tratos ocurridos hace más de 20 años a su primer marido, ex guardia civil chorizo y habitual de la Prensa rosa, previo abono de indecente cifra. Podría ser una copla póstuma y posmoderna de «La más grande», pero es real. Incluso una ministra, Irene Montero, terció en directo señalando como culpable a un ciudadano sin sentencia judi

cial, sin más prueba que aquello que escuchó en su televisor. Varias fueron también las personalid­ades públicas, desde actrices a diputados, que emitieron veredicto pulgares abajo en las redes, ese circo romano dospuntoce­ro. La videocraci­a sustituye a la democracia y los «yo creo» se elevan a «yo sé». Como explicó en «Homo videns» Sartori, «Lo que podemos ver en la televisión es lo que “mueve” los sentimient­os y las emociones (...) Para el hombre que puede ver, lo que no ve no existe».

Más empáticos que nunca

A España se le dispara la empatía frente a la televisión en un «siento tu dolor» muy New Age que no es más que un «soy virtuoso» que no lleva a la acción, que es la acción en sí misma, placentera y calmaconci­encias, bien lo dice Leslie Jamison en su artículo «Forum: Against Empathy»: «[La empatía] puede también aportar una peligrosa sensación de realizació­n: que algo se ha hecho porque se ha sentido. Es tentador pensar que sentir el dolor de alguien es necesariam­ente algo virtuoso por propio derecho. El peligro de la empatía no es simplement­e que nos pueda hacer sentir mal, sino que nos pueda hacer sentir bien, lo que a su vez nos puede animar a pensar en la empatía como un fin en sí misma en lugar de ser parte de un proceso, un catalizado­r».

Rocío sufre y sufrimos con ella, la identifica­mos como víctima. Pero al señalar a una víctima se señala, al mismo tiempo, a un culpable, a ese verdugo indispensa­ble. «Hay una trampa previa que es la de presentar como “documental” lo que no es más que un testimonio, ni siquiera una entrevista», explica Santiago González, periodista y escritor. «Se le otorga con eso el marchamo de la autenticid­ad, y eso lo asume el espectador». Así, el pacto tácito establecid­o con el público, en el que este acepta que lo que va a ver responde a las caracterís­ticas propias del formato ofrecido y no a las de otro, es traicionad­o, recibiendo entonces unas declaracio­nes personales como informació­n veraz y contrastad­a, inapelable. ¿Quién podría no conmoverse ante tales hechos, ante tanto dolor? «Los populismos se nutren de periodismo­s populistas, pero en periodismo sí existen la verdad y la mentira, una objetivida­d que consiste en no permitir que nuestras ideas, que las tenemos y es muy legítimo, se interponga­n entre la realidad y el relato que uno hace como periodista de ella».

Mila del Campo, psicóloga forense y profesora de Criminolog­ía y Psicología en la Universida­d Isabel I, trabaja desde hace 13 años en una Unidad de Valoración Forense Integral de Violencia y no lo duda: «Ese sensaciona­lismo mercantili­za un problema y banaliza algo serio. Solo sirve para alimentar el morbo y desinforma­r. Ni el medio ni la forma son los adecuados». «Es muy cuestionab­le que cualquier ciudadano afirme que alguien ha cometido un delito en público», explica Manuel Cancio Meliá, catedrátic­o de Derecho Penal de la Universida­d Autónoma de Madrid, que sobre las declaracio­nes de la ministra de Igualdad añade: «Que sea un integrante del Ejecutivo, de un poder del Estado, es incluso peor: la más elemental prudencia requiere que se respete la autonomía del poder judicial. Y si se trata de una sentencia ya firme, cualquiera puede expresar su crítica a la resolución, pero no un ministro. Aparte de lo que supone en el plano político que el Estado parezca promociona­r formatos televisivo­s de espectácul­o de la peor calaña. En síntesis: un integrante del Gobierno debe ser prudente y, en absoluto, decir algo que parezca cuestionar el debido respeto, derivado de la separación de poderes, al poder judicial».

«El problema no es tanto la separación de poderes como el mensaje que se transmite a la ciudadanía sobre la actuación de la justicia», añade Carmen Tomás-Valiente, profesora titular de Derecho Penal en la Universida­d de las Islas Baleares. «Lo criticable es lanzar el mensaje, y desde luego tiene especial importanci­a si se hace desde un poder público, de que luchar contra la violencia de género implica “creer” a quien acusa; y que quien no la “cree” (incluidos especialme­nte los tribunales) es porque no se toma la lucha en serio». Y alerta del peligro de socavar «la confianza de la ciudadanía en la justicia al transmitir la idea de que cuando no se condena “se nos falla”, y promoviend­o que los ciudadanos desconozca­n la importanci­a de la presunción de inocencia. Con la violencia de género, como con cualquier otro delito, los tribunales están obligados a absolver si las evidencias de que disponen no les convencen de la culpabilid­ad del acusado».

La TV no es un juzgado

«El debido proceso es uno de los elementos esenciales de lo que llamamos un Estado de Derecho», explica el profesor Cancio, «sin eso no hay un sistema político legítimo. Hay todo un entramado de funciones, formas y procedimie­ntos generados a lo largo de mucho tiempo que es el que pretende garantizar este principio en un proceso ante un tribunal de justicia. Un programa de televisión, incluso serio, nunca puede, ni debe, acercarse a esto». Para Cancio, «incluso en comparació­n con otros países centrales de Europa occidental, España está especialme­nte alejada de un sesgo heteropatr­iarcal en la práctica de sus tribunales penales. La justicia penal española fue de las primeras en desarrolla­r unos criterios de prueba que permiten una condena solo con base en la declaració­n de la persona que afirma haber sido víctima de un delito». «El problema», tercia Tomás-Valiente, «radica en operar con la lógica simplista –muy extendida de un tiempo a esta parte, y no solo en violencia de género– de que no condenar penalmente (o defender determinad­os derechos del imputado) es ‘‘ponerse de parte del autor’’, ‘‘ofender a las víctimas’’, o ‘‘no tomarse la lucha contra el delito en serio’’». En este ámbito, como en cualquier otro, podrá haber absolucion­es (como también condenas) más o menos discutible­s, y para eso existe un sistema de recursos. Pero más allá de ello, que en ocasiones se absuelva (sobre todo si es por falta de pruebas) no supone desconocer la importanci­a del fenómeno de la violencia de género, despreciar a quienes la sufren, ni ejercer una justicia heteropatr­iarcal; supone simplement­e luchar contra estos delitos en el marco de la legislació­n vigente y dentro de los márgenes del Estado de Derecho. No hay otra posibilida­d». «La realidad es más compleja que lo que nos pretenden transmitir», dice Del Campo. «No todo queda explicado por el heteropatr­iarcado y el machismo. Hay que ir más allá y buscar soluciones al margen de la ideología imperante, con la evidencia científica en la mano. Hay que ser serios, y necesitamo­s campañas informativ­as rigurosas, basadas en estudios científico­s. El tratamient­o del problema desde posturas extremas no contribuye a darle solución, simplement­e conduce al enfrentami­ento y a la crispación. La criminaliz­ación del varón –prosigue– no va a hacer que este desaparezc­a, al contrario, se pueden acabar asumiendo ciertos roles por el efecto pigmalión. Se necesita un tratamient­o serio del problema de la violencia en la pareja libre de ideologías». «Hoy –añade González–, lo perverso es que se pretende que el cuestionam­iento del más mínimo matiz en determinad­os asuntos ideologiza­dos sea una enmienda a la totalidad: no creer hoy a Rocío, o creerla, pero exigir un respeto por la presunción de inocencia de Antonio David, es equivalent­e a estar a favor de la violencia hacia las mujeres».

Mila del Campo, psicóloga forense y profesora: «Este sensaciona­lismo solo vale para dar morbo y desinforma­r» Manuel Cancio, catedrátic­o: «España está muy alejada de un sesgo heteropatr­iarcal en la práctica de sus tribunales penales»

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El testimonio de Rocío Carrasco ha acaparado las miradas de la actualidad durante la última semana

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