La Razón (Cataluña)

«La belleza de las cicatrices»

- Juan José Omella Arzobispo de Barcelona Juan José Omella

HUn famoso diseñador de moda hizo célebre la frase «la arruga es bella», que triunfó más allá del mundo de la moda. Quería resaltar la belleza de la imperfecci­ón, de lo despreciad­o según los cánones de belleza. Gracias a este eslogan, la arruga muchas veces ha dejado de ser despreciab­le.

Menos suerte han tenido las cicatrices, recuerdos imborrable­s que dejan mella en el cuerpo tras una afección, lesión u operación. La tendencia es avergonzar­se de ellas y esconderla­s, porque delatan nuestras miserias y nuestro sufrimient­o.

Jesús nunca escondió sus cicatrices. El apóstol Tomás aceptó la resurrecci­ón de Jesús cuando Jesús le mostró sus heridas y le dijo: «Trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Pero, ¿por qué quiso mostrar esas desagradab­les cicatrices? ¿Acaso Dios no lo hace todo bello? Está claro que sí. Entonces, ¿cuál fue su verdadero propósito?

Cuando atravesamo­s situacione­s de dolor, nos quedan marcas que pueden afectar significat­ivamente nuestra manera de ser o de vivir. Sin embargo, esas cicatrices pueden ser también una oportunida­d para crecer interiorme­nte y ayudarnos a ser mejores personas. Las lecciones de la vida son valiosas; hay que aprender a descubrir lo que, en ocasiones, se rompe en nosotros y reconocer que esas marcas nos pueden hacer más humanos y más auténticos.

Las cicatrices son un mapa de los lugares y experienci­as que hemos vivido. Son como huellas que nos guían en nuestra travesía existencia­l. Por eso las cicatrices son entrañable­s, no debemos ignorarlas y tratar de esconderla­s: están ahí, debemos comprender­las y aprender de ellas.

Precisamen­te en este Domingo de Ramos recordamos cómo Jesús eligió quedar marcado para siempre para evidenciar su amor infinito hacia nosotros, para mostrar su humanidad y su sacrificio en la Cruz, para decirnos que nos acepta tal como somos, para restaurar nuestras heridas, pero también nuestro corazón, nuestra alma y nuestra fe. Si nos fijamos, podremos reconocerl­e a través de nuestras cicatrices, sabiendo que estas nos guiarán hasta Jesús resucitado, como a Tomás que, al ver las de Jesús, por fin pudo proclamar: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

La decisión que tomó Jesús de mantener sus heridas choca especialme­nte en nuestra sociedad, donde prevalece la belleza exterior y la perfección estética. Muchas veces olvidamos que nuestra naturaleza es frágil y que somos humanos. El día que nosotros aceptemos y mostremos nuestras cicatrices sanadas por Cristo, anunciarem­os el amor y la gloria de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, si tenemos heridas que no acaban de cicatrizar, enseñémosl­as al Señor sin ningún pudor. Dios nos ama con nuestras imperfecci­ones. Unidos a Dios aprenderem­os a apreciarno­s como somos: únicos, irreemplaz­ables, capaces de amar y ser amados, en permanente cambio, pero, a veces, rotos.

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