La Razón (Cataluña)

Pasiones regias

La Feria de Sevilla de 1882 vivió uno de esos acontecimi­entos que hoy serían carne de la Prensa rosa: el flechazo entre Carlos, príncipe de Portugal, y la infanta Eulalia

- POR JOSÉ MARÍA ZAVALA

Como heredero de la Corona portuguesa, la cual recaía entonces en las sienes de su padre Luis I, el príncipe Carlos no pudo esquivar el inevitable flechazo. Su madre, María Pía de Saboya, era hija del rey Víctor Manuel II de Italia. El apuesto pretendien­te al trono luso quedó embobado con la infanta Eulalia de Borbón, hija de Isabel II de España. Sucedió en la Feria de Sevilla, en 1882. Carlos tenía entonces veinte años, los mismos que Eulalia. Cabalgó junto a ella en las dehesas, a orillas del manso río, junto a los hermosos jardines del Alcázar sevillano. La infanta, de penetrante mirada azul turquesa y andar desenfadad­o, le atraía más aún vestida con traje campero, ancho sombrero castoreño y garrocha.

Eulalia residía en el Alcázar sevillano desde el 15 de octubre de 1876, recién restaurado en el trono su hermano Alfonso XII. Más tarde, al trasladars­e a la corte madrileña, siguió visitando a sus tíos, los duques de Montpensie­r, en su palacio de San Telmo. Fue allí precisamen­te donde el príncipe portugués sacó a bailar a la infanta rebelde, mientras las aristócrat­as del país, cubiertas con mantones de Manila, danzaban, entre polcas y rigodones, animadas sevillanas al son de las castañuela­s.

Incapaz de olvidarla

Carlos fue incapaz ya de olvidar a Eulalia. Trató de inmortaliz­arla en dos bellos retratos al pastel que él mismo pintó, emulando así el gusto artístico heredado de los Coburgo. Uno de ellos lo envió al Museo de Arte Moderno de Madrid; el otro se lo llevó consigo él mismo al palacio de Ajuda, su residencia portuguesa, donde pudo contemplar­lo hasta poco antes de su muerte.

En Ajuda, Carlos escribió luego algunas de sus cartas más íntimas a su adorada Eulalia, que parecía mirarle fijamente a los ojos desde lo alto de su estudio neogótico, junto a los paisajes suizos y las evocacione­s de los dramáticos episodios de la historia portuguesa que adornaban también, en marcos de exuberante­s dorados, las paredes de la estancia.

Ambos retratos tenían la suave entonación –oro, azul y rosa– de la escuela francesa que inmortaliz­ó Nattier. Sin duda, según Almagro San Martín, «porque el modelo forzó el estilo al ser de pura raza gala, sangre de Capetos: una cabeza enhiesta, donde el prognatism­o y la frialdad celeste de la mirada dice altivez, mientras la sonrisa ambigua, como la de la “Gioconda”, acentúa la feminidad inteligent­e».

Eulalia había subyugado también al célebre pintor Ricardo de Madrazo, en cuyo retrato al óleo de cuerpo entero con las manos cruzadas sobre un traje de seda dorada, acompañado de un bolero rojo, destacan sus ojos claros y profundos, su mirada insinuante, la nariz nada borbónica y su acentuado mentón de mujer emprendedo­ra y decidida. Lenbach también la pintó, pero con los ojos y el cabello más oscuros, como si el artista alemán hubiese querido recrear a la infanta según el tipo de mujer española al que ella, rubia y más bien pálida, jamás se adecuó.

La Feria de Sevilla ya nunca más volvió a ser igual para ellos. Cuatro años después de conocerse, el 22 de marzo de 1886, Carlos hizo reina de Portugal a Amelia de Orleáns, la hija mayor de los condes de París. Pero él no pudo evitar ser como era. Arrastrado por el mal ejemplo de su primo el príncipe de Gales, futuro Eduardo VII de Inglaterra, Carlos vagó como un espectro por los corazones de un sinfín de mujeres. El hijo de la reina Victoria de Inglaterra vivía solo para sus yates a vapor y a vela, sus lujosos automóvile­s y, cómo no, para sus amantes captadas lo mismo en teatrillos de variedades que en castillos escoceses.

Carlos siguió su estela, hallando así fácil distracció­n entre las campesinas de los alrededore­s de Vilaviçios­a. Hubo quien dijo, incluso, que un gran número de paletos del Alentejo debían tener un poco de sangre Coburgo. Los incondicio­nales de Maxim’s llamaban al rey Carlos «Su loción», en alusión al agua de Portugal que hacía crecer el pelo, según comentaban. Una caricatura de la época mostraba así a don Carlos dirigiéndo­se a Windsor mientras decía: «Su loción busca una satisfacci­ón».

Las malas lenguas, a veces bien informadas, aseguraban que el monarca instaló en Lisboa a una brasileña que conoció en París, María Amelia Laredo, llamada curiosamen­te igual que su esposa. De esta supuesta relación extraconyu­gal nació María Pía de Sajonia-Coburgo-Braganza, el 13 de marzo de 1907, un año antes de que el rey Carlos muriese asesinado en la plaza del Comercio de Lisboa.

FECHA: 1882 Carlos, pretendien­te al trono portugués, quedó embobado con la infanta Eulalia de Borbón, hija de la reina Isabel II, en el romántico escenario de la Feria sevillana.

LUGAR: LISBOA Aquel encuentro en Sevilla, sin embargo, quedó muy atrás, pues cuatro años después de conocerse Carlos hizo reina de Portugal a Amelia de Orleáns, hija de los condes de París.

ANÉCDOTA: Arrastrado por el mal ejemplo de su primo el príncipe de Gales, futuro Eduardo VII de Inglaterra, Carlos de Portugal conquistó los corazones de no pocas mujeres.

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Carlos I de Portugal y Eulalia de Borbón terminaron tomando diferentes caminos
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