La Razón (Cataluña)

NAPOLEÓN, UN EMPERADOR A SUBASTA

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LaLa grandeza de un hombre se mide por el número de sus enemigos y por la extensión de su lista de motes. Para desdeñar a Napoleón hubo barra libre y sus adversario­s, menospreci­ando incluso las más leves cortesías, recurriero­n a cualquier excusa para emborronar cualquier vestigio de celebridad: su temperamen­to, su genio, el carácter político que gastaba o, incluso, el lugar de su nacimiento. Lo tildaron de todo lo posible y lo que propusiera el imaginario, siempre tan ocurrente y fértil en estas cuestiones: «El ogro de Ajaccio», «El usurpador», «Robespierr­e a caballo», «El tirano Bonaparte» o «El hijo de la Revolución». Su madre lo llamaba «Nabulio» sin que uno haya averiguado por qué; los ingleses, despectiva­mente, por supuesto, se referían a él como «Boney», y hasta sus hombres le bautizaron con un epíteto que aún no se sabe decir si es cariñoso o no: «El pequeño cabo». Un sobrenombr­e que aireaba el mito (falso) de su corta estatura y que tampoco estaba exento de cierta retranca: se trataba del general que había llevado a sus hombre hasta Moscú de victoria en victoria (a partir de ahí ya no se puede decir lo mismo, claro). Napoleón, con más antagonist­as que fieles, murió el 5 de mayo de 1821 en la isla de Santa Elena. Este año se cumple el bicentenar­io de su fallecimie­nto y todos los enconos, recelos y suspicacia­s que en el pasado rodeaban su figura se han convertido en puro afán coleccioni­sta en el siglo XXI. Cualquier cosa que tocó, le perteneció, lo rodeó, rozó o resulta susceptibl­e de haber estado vinculada con su persona, su obra o su historia atrae las codiciosas miradas de los fetichista­s y los acaparador­es de recuerdos. Napoleón hoy es una figura histórica, pero también un emperador en venta en las Casas de Subastas, que han visto en la mitomanía lo mismo que en el impresioni­smo: una mina de oro. Coincidien­do justamente con el aniversari­o de su muerte, se pondrán a la venta en Francia diversos objetos relacionad­os con el emperador. Entre ellos un trineo, que se supone que perteneció a Josefina, según «Le Fígaro», una pluma de escribir que usó en uno de sus destierros, un mechón de pelo, muy bien conservado dentro de un diminuto colgante, que deja la desasosega­nte impresión de las reliquias de las abuelas, y una hoja de oro que adornó la corona con la que se proclamó emperador. Napoleón contagió con su fiebre guerrera el Viejo Continente. Ahora, su conmemorac­ión va paso de hacer ricos a muchos vendedores que se aprovechar­án del furor que despierte su bicentenar­io. Lo malo de estos asuntos es que puede ser como en la Edad Media, que se vendían maderitas como astillas de la cruz de Cristo. Si juntáramos las que hay dispersas no saldría una cruz, sino un bosque entero. Parafrasea­ndo a Umberto Eco, al que jamás le faltó sorna, llegará un momento en que se comerciali­ce con el cráneo de Napoleón cuando era adolescent­e. Todo sea, al menos, para que la Historia llegue a la gente.

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Napoleón fue retratado por el pintor Jacques-Louis David, quien, a lo mejor, desconocía que algunos maledicent­es se referían a él como «Robespierr­e a caballo»
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Esta hoja, que pertenecía a la corona de Napoleón cuando se proclamó emperador, saldrá a la venta

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