La Razón (Cataluña)

LOS SÍMBOLOS OCULTOS DEL 3 DE MAYO

- Javier Sierra Javier Sierra es Premio Planeta de novela y autor de «El maestro del Prado»

EnEn estos días Carlos Saura rueda en una nave industrial de Teruel un cortometra­je inspirado en el desgarrado­r lienzo de Francisco de Goya «Los fusilamien­tos del 3 de mayo». Dos aragoneses separados por dos siglos de Historia se conectan a través de la imagen para recrear un momento clave del pasado. En aquella aciaga madrugada madrileña de 1808 se gestó nuestro alzamiento contra los ejércitos invasores de Napoleón y, con él, el inicio de la caída del hombre más poderoso de aquella Europa. Se da la circunstan­cia, además, de que el corso que doblegó al viejo continente cumple pasado mañana doscientos años muerto. Y justo en medio de ambas efemérides, Madrid se dispone a librar otra batalla –incruenta, pero batalla al fin y al cabo– en la que decidirá quién la gobernará.

¡Menuda alineación!

Vuelvo a contemplar la pintura de Goya y me estremezco ante su poderosa vigencia. En sus pinceladas parece latir un simbolismo que se renueva con cada retina que lo contempla. Goya creyó que los franceses iban a traernos las reformas necesarias para sacar al país de siglos de superstici­ón, incultura y corrupción. Anhelaba que acabaran con una Administra­ción lenta; que corrigiera­n las mil anomalías jurídicas que provocaba una España ya entonces dividida en regiones desiguales y que se limitara la influencia de la Iglesia en la vida pública y política. «En la batalla por las nuevas ideas, en la contienda contra la vieja Europa», escribió el propio Napoleón, «no podía yo dejar a España atrás en la reorganiza­ción social; era absolutame­nte necesario unir a España, de grado o por fuerza, al movimiento francés».

Pero en esa alborada de mayo tantos buenos deseos se vinieron abajo. Los historiado­res suponen que Goya, desde su piso de la calle Velarde, vio a los madrileños revolverse contra las tropas ocupantes al conocer que la familia real había sido encarcelad­a en Francia. El general Murat los había convencido para que viajaran a Bayona a entrevista­rse con Napoleón y poner fin a la situación que había creado Fernando VII al intentar apartar a su padre Carlos IV del poder durante el motín de Aranjuez. Todo fue un ardid y el pueblo saltó en defensa de sus reyes.

Cuatrocien­tas personas fueron ejecutadas por los gabachos tras el levantamie­nto del 2 de mayo. A la colina del Príncipe Pío se llevaron cuarenta reos, entre ellos labradores, albañiles, tenderos, carpintero­s, pero también capellanes y funcionari­os. Se conocen sus nombres y –aunque no se hable de ello– también la ubicación de las fosas a las que fueron arrojados. Goya fue testigo de aquel horror y en el tiempo que siguió a los hechos, segurament­e en un intento por congraciar­se con la España que salió del drama –y que, desde luego, no era la que hubiera querido–, pintó su famoso lienzo.

Todo en él es sutil. El hispanista Hugh Thomas me hizo ver que el maestro se cuidó mucho de retratar al pelotón de fusilamien­to de espaldas. El de Fuendetodo­s escondió sus rostros porque, pese a todo, –quizá no hubiera podido resistir pintarlos como “soldados de la razón”». Los situó frente a un hombre de piel oscura, con los ojos abiertos como platos y los brazos en cruz, casi como si encarnara una versión cañí de Jesús de Nazaret. Thomas defendió lo oportuno de esa metáfora deteniéndo­se en el pequeño agujero que se observa en la palma derecha del reo. Fíjense. El hoyo evoca el agujero de un clavo, un estigma. Y cuando el espectador lo descubre, la metáfora no tarda en deslumbrar­lo. La razón fusila a la fe. La ilustració­n termina con la religión, alumbrando una nueva era.

Admito que en cuestión de arte todos andamos sobrados de simbología y no es difícil errar el juicio, pero con Goya planteamie­ntos como el de Thomas deben ser considerad­os. Antonio Gascón Ricao, otro historiado­r que también ha seguido los pasos del genio, creyó haber descubiert­o en algunas obras posteriore­s a 1793, cuando Goya contrajo en Cádiz la enfermedad que lo dejó sordo, otra clave interpreta­tiva. Según su tesis, tras pasar seis meses casi ciego y con dolores de cabeza insoportab­les, Goya aprendió el «alfabeto manual español» que usaban los sordomudos en la época. En 1812 su dominio del mismo era ya total, como lo demuestra un grabado de 24x40 cms conservado en el Instituto de Valencia de don Juan de Madrid, firmado por él mismo, y en el que reproduce manos formando letras.

La última vez que hablé con Gascón le seguía la pista al primer retrato que hizo Goya a Cayetana de Alba en 1795. Es uno de cuerpo entero, con la duquesa vestida de blanco, y con una mano extendida con la que hace un gesto curioso: alarga el índice hacia ninguna parte, con el resto de sus dedos replegados sobre la palma y contenidos por el pulgar que apoya sobre el dedo corazón. «Es una inequívoca letra “g”, la inicial de Goya en el alfabeto de los sordomudos», me explicó.

Gascón me advirtió también de la importanci­a que el pintor siempre concedió a las manos de sus modelos, y su aviso ha brotado en mi memoria justo al repasar la palma «estigmatiz­ada» del «crucificad­o» de «Los fusilamien­tos» y preguntarm­e si Saura habrá tenido en cuenta ese detalle en su corto. Semejante agujero no puede ser casual. Al final, unos y otros vamos a tener que darle la razón a Hugh Thomas y «leer» el lienzo del 3 de mayo en clave de cambio de era. Su contemplac­ión en víspera de las elecciones madrileñas más peleadas en lo que llevamos de siglo, se me antoja más que oportuna. Solo falta dilucidar quiénes encarnarán ahora a los soldados y quiénes al nuevo crucificad­o.

Da miedo solo pensarlo.

«Vuelvo a contemplar la pintura de Goya y me estremezco ante su poderosa vigencia»

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