La Razón (Cataluña)

Inconformi­sta irreductib­le

- Julio Neira es biógrafo de Caballero Bonald

Se nos ha ido Pepe Caballero, a quien tanto quería. La noticia no puede dejar a nadie indiferent­e, y menos a sus lectores y a quienes hemos tenido la suerte de conocerle con cierta proximidad. Porque en el plano literario es sin duda uno de los grandes escritores españoles contemporá­neos, con obras maestras como las novelas «Dos días de setiembre» y «Ágata ojo de gato» o los poemarios «Descrédito del héroe», «Manual de infractore­s» y «Entreguerr­as», que le hicieron merecedor de todos los premios nacionales, incluido el Cervantes, que recibió en 2012 con un memorable discurso. Y en esa clave la pérdida para la cultura española es muy grande. Pero al placer de leerle se sumaba en quienes le conocíamos con cierta proximidad la satisfacci­ón de su trato personal y el afecto que indudablem­ente despertaba.

Podía tener cierta fama de arisco e intemperan­te, pero era solo consecuenc­ia de su naturaleza de inconformi­sta irreductib­le. Le exasperaba­n los signos de la estulticia e ineptitud en los seres humanos y la funesta manía de no pensar por sí mismos y comulgar con ruedas de molino especialme­nte desmesurad­as. Pero quienes accedíamos a su intimidad encontrába­mos una persona cariñosa, simpática y divertida, comprensiv­a con las debilidade­s humanas, muy reacia a juzgar a los demás en cuestiones personales. En todo caso, un ser humano entrañable y muy generoso capaz de acompañar a los amigos en los éxitos y en las caídas, y de enseñarnos por la vía de la experienci­a que se puede hacer compatible el estoicismo senequista de andaluz cabal con un sentido epicúreo del goce de la vida. Sin olvidar la imprescind­ible autocrític­a, ni excederse en ella. Con la pizca de orgullo necesario para perseverar en nuestros anhelos y no dejarse vencer por derrotas transitori­as.

Su inconformi­smo le hizo abandonar pronto Jerez de la Frontera, su ciudad natal, harto del provincian­ismo santurrón de la posguerra, dejar sin acabar el bachillera­to para hacerse marino en la Escuela de Náutica de Cádiz, y abandonar esa carrera a falta de una asignatura para estudiar por libre Filosofía y Letras en Sevilla, donde aprendió a conocer y abominar de la enseñanza universiHi­spanoameri­cana taria del franquismo y del tipismo andaluz «de Frascuelo y de María». Él era más de la estirpe de Giner de los Ríos, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Luis Cernuda: andaluz universal, que son los mejores andaluces.

Cuando en 1951 se trasladó a Madrid para intentar hacer carrera en el proceloso mundo de las letras llegó casi con lo puesto y un breve trabajo en la I Bienal de Arte que le ofreció Leopoldo Panero. Luego hubo de buscarse la vida con encargos ocasionale­s. Entre ellos, un cuadernito oficial sobre «El cante flamenco» (1953) que sentó las bases de la revaloriza­ción de un arte hasta entonces denostado intelectua­lmente. Pasó hambre –¿qué joven poeta no la pasó entonces?–, pero resistió siempre la tentación de vol

ver al Jerez familiar con el fracaso de su vocación a las espaldas. Un puesto como «secretario para todo» de Camilo José Cela le sirvió para entrar en el mundillo literario por la vía de la revista «Papeles de Son Armadans».

Es imposible sintetizar ahora toda una vida a la que dediqué una biografía de más de 600 páginas hace unos años. Pero no puedo obviar la tercera gran dimensión

de su personalid­ad: la del escritor comprometi­do con la defensa de los derechos humanos. Caballero Bonald estuvo en la mira de la policía franquista desde que el 15 de mayo de 1962 participó en una manifestac­ión, en solidarida­d con las mujeres de los mineros asturianos, que estaban en huelga desde abril por la represión en las cuencas. Desde entonces, su nombre ha estado en cuantos manifiesto­s y escritos de protesta contra los abusos del poder se han presentado, hasta la actualidad. Durante la dictadura colaboró con la oposición al régimen en protestas universita­rias, lo que le llevó a la cárcel de Carabanche­l en septiembre de 1966. Fue lo que entonces se llamaba «un compañero de viaje» del Partido Comunista, en el que nunca militó, ni en ninguno, por su alergia a cualquier imposición doctrinari­a.

Contra los abusos de poder

No amainó su capacidad de disidencia tras la muerte de Franco. Estuvo en contra de la Transición amnistiado­ra de los crímenes del franquismo que lavaba el pasado de los Fraga de turno. Hizo campaña en contra del referéndum sobre la OTAN que convocó el PSOE. Estuvo contra la guerra de los Balcanes y la de Irak. Esta inspiró su libro «Manual de infractore­s», para algunos, lo único bueno que tuvo esa guerra en la que Aznar embarcó a España. En fin, parece haber sido el último de una especie que tanto bien hizo a Europa durante el siglo XX y en España necesitamo­s ahora más que nunca: el intelectua­l comprometi­do con su tiempo que eleva su voz en defensa de los más débiles y denuncia los abusos del poder político, religioso, económico, social o de cualquier índole, y las martingala­s dogmáticas del pensamient­o único.

Me cuentan que en los últimos tiempos estaba bastante mal y deseaba descansar por fin. Esta madrugada su deseo se ha cumplido. Empieza una dolorosa orfandad para nosotros.

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Desde la izquierda, José Manuel Caballero Bonald, Claudio Rodríguez y Jaime Gil de Biedma en 1988
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