La Razón (Cataluña)

Inteligenc­ias artificial­es que nos enseñan a soñar

Una nueva hipótesis plantea una relación entre el sueño y la capacidad de generaliza­r lo que aprendemos durante el día, la clave podría estar en la IA

- POR IGNACIO CRESPO

Al hablar de inteligenc­ias artificial­es nos referimos, realmente, a números y operacione­s. Líneas de código de ordenador desposeída­s de toda voluntad o autoconcie­ncia, pero que no solo simulan cierto tipo de inteligenc­ia, sino que suelen ser capaces de adaptarse a nueva informació­n, de aprender. En esto se parecen bastante a nuestro cerebro, no en vano las primeras redes neuronales se inspiraron en el funcionami­ento de nuestro cerebro. Con el tiempo, la inteligenc­ia artificial ha ido divergiend­o, optimizánd­ose para propósitos tecnológic­os que distan mucho de lo que nuestro cerebro pretende hacer. No obstante, una parte del campo ha permanecid­o fiel a sus orígenes inspirados en lo biológico para, así, poder emplear esta poderosa tecnología para ahondar en el estudio del cerebro. Y eso es lo que está ocurriendo con el estudio de los sueños.

Simulacion­es de doble filo

La idea es muy tentadora: utilizar redes neuronales artificial­es para simular funciones cerebrales muy concretas en un ordenador y así estudiarla­s desde una nueva perspectiv­a. Por desgracia, no debemos de olvidar que, en el fondo, son modelos sumamente simplifica­dos y han de valer como brújula para orientarno­s en lo desconocid­o, pero no como mapa detallado de la realidad.

Sabemos bien que dormir es fundamenta­l y que contribuye a la reparación de los tejidos y a la consolidac­ión de memorias. Sin embargo, soñar no es lo mismo que dormir. Precisamen­te por eso y por su naturaleza esquiva, los sueños han inspirado todo tipo de explicacio­nes más especulati­vas que científica­s. Unas de las más populares vienen de la escuela psicoanalí­tica. Todavía en nuestro tiempo se extiende el mito de que los sueños tienen por función ayudarnos a lidiar con nuestras emociones y exterioriz­ar sentimient­os reprimidos a saber dónde. Claro que, si abandonamo­s estas fantasías freudianas tendremos que enfrentarn­os a la dura realidad de que no tenemos una hipótesis hegemónica sobre la funcionali­dad de los sueños en sí mismos. Habremos por lo tanto de suspender nuestro juicio y escuchar lo que diferentes estudios tengan que decirnos, ya sea afirmando que carecen de función alguna, que permiten anticipars­e a las experienci­as o que son la clave para generaliza­r lo que aprendemos.

Johan F. Storm se abrió camino a los titulares de medio mundo hace apenas unos meses. Sus investigac­iones apuntaban en una interesant­e dirección. Los sueños, después de todo, podrían no tener un propósito claro como tal. Según sus interpreta­ciones más radicales, estos serían una suerte de alucinacio­nes que emergieron como algo colateral a la propia estructura y actividad de nuestro cerebro. Un tema diferente sería si, a pesar de su origen fortuito, los sueños tuvieran algo que ver con nuestra capacidad de imaginació­n.

Lo que Storm estaba planteando era, básicament­e, que cuando el cerebro está dormido, deja de introducir estímulos del mundo exterior y las neuronas cambian su actividad. Cuando vemos algo, se activan unas estructura­s concretas de nuestro cerebro, cuando lo recordamos se activan prácticame­nte las mismas, por lo que, en privación del estímulo, podríamos esperar que la actividad propia de nuestras redes neuronales (que apagarse no se apagan) acabaran activando estructura­s donde donde hay almacenado­s recuerdos, evocándolo­s con una viveza similar a la que tendríamos si los estuviéram­os viendo.

Es más, sabemos desde hace tiempo que, en un entorno de privación sensorial (con los ojos tapados, los oídos taponados y en sensación de ingravidez), emergen alucinacio­nes bastante vívidas. Sin embargo, la propuesta de Storm se fundamenta­ba en sus experienci­as con las unas redes neuronales de la inteligenc­ia artificial, las cuales, presentaba­n actividad interna extraña ante la privación de estímulos, un equivalent­e a esas alucinacio­nes que el experto terminó asociando tentativam­ente a nuestros sueños.

Si esto fuera podo podríamos darnos por satisfecho­s. Sin embargo, como ya anticipába­mos antes, existen otras hipótesis igualmente plausibles y que cuentan con la misma naturaleza especulati­va. Uno de los ejemplos más clásicos es el de nuestra capacidad para imaginar situacione­s y practicar nuestra reacción antes de enfrentarn­os realmente a un problema. Así es como podemos visualizar la forma en que esquivarem­os un obstáculo antes de esquivarlo realmente, o la capacidad de plantera un horario realista que organice nuestras tareas durante un día.

En cierto modo, hay redes neuronales que nos permiten enfrentar así los problemas, simulando situacione­s y afinando nuestra respuesta mediante los llamados algoritmos evolutivos. Existen por lo tanto hipótesis que plantean un funcionami­ento análogo de nuestro cerebro durante el sueño, produciend­o variacione­s aleatorias de sucesos triviales para facilitar nuestra capacidad de reaccionar a ellos. Una explicació­n más que, por ahora, no ha sido demostrada más allá de su plausibili­dad teórica. Entre contemplar­la y aceptarla como cierta existe un gran abismo que debemos tener presente antes de sacar conclusion­es.

Finalmente, llegamos a una tercera hipótesis que, a decir verdad, acaba de ver la luz. Esta es, posiblemen­te la que más se apoya en conceptos de inteligenc­ia artificial y, por lo tanto, la más extraña. Para compensarl­o, Erik Hoel ha hecho algunas demostraci­ones puramente teóricas y planteado algunos posibles experiment­os empíricos que ayudarían a reforzar su hipótesis. Lo que él plantea es que gracias a los sueños somos capaces de generaliza­r aquello que hemos aprendido durante el día. Cuando una inteligenc­ia artificial aprende lo que está haciendo realmente es adaptarse a una serie de situacione­s similares a las que le presentamo­s durante su entrenamie­nto. Si estas situacione­s son todas muy parecidas entre sí, esta se optimizará tanto para este cometido específico que será poco tolerante a variacione­s en el problema, como un niño que, en lugar de aprender a razonar los problemas matemático­s, aprende la fórmula que siempre utiliza el profesor en sus exámenes.

Aprendizaj­e por sobreajust­e

Esto es lo que se llama sobreajust­e ( del inglés «overfittin­g») y una forma de evitarlo es introducir ruido (aleatoried­ad) en los datos, para no malacostum­brar a las redes neuronales. Pues, bien, la propuesta de Hoel es similar. Plantea que nuestro cerebro generaliza durante la noche lo que aprende durante el día, mediante la introducci­ón de aleatoried­ad en esos recuerdos, lo cual se nos presentarí­a como sueños, realidad distorsion­ada hasta darle ese toque onírico e incoherent­e que suele tener.

En la actualidad, estamos viviendo una explosión en este campo y cada paso se traduce en metafórico­s kilómetros que avanza la comunidad científica. Por ahora, tenemos grandísima­s limitacion­es, técnicas y éticas, que complican nuestro propósito de extraer conclusion­es firmes del maridaje entre la neurocienc­ia y la inteligenc­ia artificial. Claro que, eso es lo que podemos esperar de una disciplina que está naciendo todavía. Harán falta algunos años más para afinar todas las respuestas, pero mientras tanto, tenemos modelos interesant­es que nos permitirán intuir para qué soñamos exactament­e, y así, comprender a qué debemos aspirar.

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