La Razón (Cataluña)

El Rey, el mejor embajador de España «Nada más grave para la estabilida­d geoestraté­gica que una ruptura con Marruecos»

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SiSi algo distingue a las grandes potencias es la ejecución de una política exterior que combina todos los recursos del Estado y aprovecha al máximo las fuerzas de lo que hemos dado en llamar sociedad civil, que abarca desde las grandes empresas multinacio­nales al mundo de la Cultura, tratando de proyectar una imagen internacio­nal de excelencia. Por supuesto, es el Gobierno de turno quien dirige en último término la política exterior, que, cuanto menos oscilante, más habla de la solidez institucio­nal del país en cuestión y de la fiabilidad en el cumplimien­to de los compromiso­s adquiridos. No siempre ha sido así en la acción exterior española, podríamos multiplica­r los ejemplos, pero ello no resta un ápice a la legítima potestad del Ejecutivo a la hora de marcar las líneas estratégic­as en las relaciones internacio­nales. Valga este preámbulo para alejar cualquier duda respecto a la preminenci­a gubernamen­tal en este ámbito, pero, también, para subrayar que entre los puntales con que cuenta España ante el mundo es fundamenta­l la figura del Rey, titular de la Jefatura del Estado, que, por las caracterís­ticas propias de las monarquías parlamenta­rias, de estabilida­d y representa­ción más allá de la coyuntura inmediata, deviene en el mejor interlocut­or con el resto de los mandatario­s extranjero­s. Esta apreciació­n resulta especialme­nte cierta en el caso de

Marruecos, con cuyos monarcas mantiene la Familia Real española estrechas relaciones que vienen de antiguo, que trasciende­n al ocupante temporal del Trono y que privilegia­n un trato de familiarid­ad capaz de sortear los momentos de desencuent­ro. De ahí, que, sin perjuicio de las responsabi­lidades del Gobierno, parezca pertinente reclamar la intervenci­ón de Su Majestad, en la forma y tiempo que determine La Moncloa, como nuestro mejor diplomátic­o. Por supuesto, no se trata, lo hemos venido recalcando editorialm­ente, de plegarse dócilmente a las presiones extemporán­eas del vecino alauí, especialme­nte en lo que se refiere al contencios­o del antiguo Sahara español, pero sí de reconducir una situación, creada en buena medida por la torpeza de la ministra de Exteriores, Arancha Gozález Laya, que no beneficia a nadie y que, pese a las apariencia­s, está lejos de apaciguars­e. Por múltiples razones, en las que sería superfluo extenderse porque son de dominio público, España y Marruecos están obligados a entenderse. Nada más grave para la estabilida­d geoestraté­gica del Mediterrán­eo Occidental y para los intereses españoles que una ruptura entre ambos países. De ello, también son perfectame­nte consciente­s en Rabat, que espera, al menos, un gesto frente a la torpeza inaudita con que se gestionó la asistencia hospitalar­ia al jefe del Polisario. Y, ahí, el Rey juega una baza inapreciab­le.

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