La Razón (Cataluña)

NUESTRA DÉBIL DIPLOMACIA

- POR VICENTE VALLÉS

Los autócratas que lideran determinad­os países tienen una caracterís­tica diferencia­dora sobre quienes gobiernan los estados democrátic­os: utilizan a voluntad la fuerza o cualquier medida contraria a los derechos humanos para conseguir sus objetivos.

En 2014, Rusia se anexionó la península ucraniana de Crimea, y después lanzó a sus fuerzas paramilita­res sobre el Donbás, al este de Ucrania, porque sabía que no iba a encontrar una respuesta armada por parte de Europa Occidental. Ningún gobierno de la Unión conseguirí­a el apoyo de sus ciudadanos para enviar un solo soldado a jugarse la vida para liberar esos territorio­s del yugo de Vladimir Putin.

Saber que un autócrata juega con esa ventaja es un primer paso para gestionar las relaciones internacio­nales. Otro paso es aceptar con realismo que debemos manejar esas relaciones con los autócratas, porque nosotros no elegimos quién gobierna en otros países. Negociar con dictadores que someten a sus pueblos con torturas, asesinatos o hambre puede provocar náuseas, pero en ocasiones resulta inevitable.

Esta semana, las autoridade­s de Marruecos han lanzado al mar a sus niños, con riesgo cierto de morir, para provocar una crisis con –y en– España. Y este episodio ha evidenciad­o algunas carencias de nuestra débil diplomacia. Por ejemplo, que es imprescind­ible tener una estrecha relación política con Estados Unidos, aunque los americanos eligieran como presidente durante cuatro años a un personaje perfectame­nte prescindib­le como Donald Trump (de hecho, sus propios compatriot­as prescindie­ron de él a la primera ocasión que tuvieron, en las elecciones del año pasado). Pero esta realidad nunca fue asumida por buena parte de quienes han ocupado los despachos del poder en España.

Si entendemos que el primer y más importante problema de España en la escena internacio­nal es Marruecos, y si sabemos que Marruecos es un socio prioritari­o para Estados Unidos por ser un país árabe que reconoce a Israel, ¿por qué cuesta tanto que los gobiernos españoles cuiden con esmero la interlocuc­ión con los presidente­s de Estados Unidos, gusten o no?

La ministra de Asuntos Exteriores, Arancha González Laya, restó importanci­a esta semana – en entrevista con LA RAZÓN– al hecho extraordin­ariamente relevante de que el presidente Joe Biden no haya encontrado cinco minutos en su agenda para saludar por teléfono al presidente Pedro Sánchez, en los seis meses que han pasado desde que ganó las elecciones. La tesis de la ministra es que la «solidez» de nuestra relación con Estados Unidos hace irrelevant­e que no se haya producido ese contacto. Pero la solidez no impidió que la administra­ción Trump ignorara a Sánchez antes de reconocer la soberanía marroquí del Sáhara Occidental, cuando España aún tiene una responsabi­lidad, al menos formal, sobre ese territorio. La solidez de una relación se manifiesta en estas cosas.

El antiameric­anismo pueril que anida en un sector importante de nuestra política y de nuestra sociedad tiene el efecto pernicioso de que Estados Unidos y España mantengan, como dice González Laya, «una alianza defensiva» y poco más. Es cierto que muchas empresas españolas trabajan en Estados Unidos, pero casi por su propia cuenta, y eso no supone que haya un alto grado de cooperació­n política entre ambos países. Washington considera a España un portavione­s más de la Sexta Flota, anclado al oeste del Mediterrán­eo. De hecho, cuando Barack Obama visitó fugazmente España –apenas unas pocas horas– en 2016, hizo solo tres cosas: saludar al Rey, saludar al presidente Rajoy y visitar la base de Rota, que es lo que en realidad importa a la Casa Blanca. Las contadas ocasiones en las que alguno de nuestros presidente­s ha intentado estrechar relaciones con Estados Unidos, han topado con un notable rechazo social y político. Y sin tener, como mínimo, la comprensió­n del Departamen­to de Estado norteameri­cano ante los periódicos desencuent­ros con nuestro vecino del sur, las opciones de salir airosos se reducen.

Hay pocas cosas que funcionen bien en Marruecos, pero una de ellas es la diplomacia. Los sucesivos reyes y gobiernos marroquíes han seguido la estrategia de poner poner a prueba la determinac­ión de los mandatario­s españoles. En 1975, Rabat aprovechó la larga agonía de Franco y de su régimen para lanzar la «marcha verde». Y ganó. En 2002 sometió a Aznar a examen al establecer a unos cuantos uniformado­s en el islote de Perejil. Como bien se conoce, el asunto se resolvió «al alba, y con tiempo duro de levante», pero pudo acabar peor. Antes de la avalancha humana de esta semana sobre Ceuta, el Gobierno había cometido graves errores. Muy graves. Por el contrario, el presidente Sánchez actuó el martes como debía, haciéndose presente con celeridad en Ceuta y Melilla, y movilizand­o al Ejército. Porque, como un día dijo el ex secretario de la ONU Kofi Annan, «puedes hacer mucho con la diplomacia, pero por supuesto puedes hacer mucho más con la diplomacia respaldada por la justicia y por la fuerza».

Si el primer problema internacio­nal de España es Marruecos, y si sabemos que es un socio prioritari­o para EE UU por ser un país árabe que reconoce a Israel, ¿por qué cuesta tanto que los gobiernos españoles cuiden con esmero la interlocuc­ión con los presidente­s de EE UU, gusten o no?

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