La Razón (Cataluña)

Las complejas relaciones con Marruecos

- Francisco Marhuenda

«Nuestras relaciones con el norte de África han sido históricam­ente complicada­s»

TodosTodos los países del mundo tienen una lista, implícita o explícita, de aquellos que son fundamenta­les en su política exterior. Las razones son diversas, pero no hay ninguna duda de que Marruecos o el espacio geográfico que actualment­e ocupa lo es desde la Antigüedad. Las naciones han tendido a buscar unas fronteras naturales que les ofrecieran seguridad frente a invasiones. Francia lo hizo ocupando el territorio que iba desde los Pirineos hasta el Rin y del Atlántico al Mediterrán­eo. Los Habsburgo buscaron agrupar sus dispersos territorio­s en el centro de Europa, algo que consiguier­on tras el Congreso de Viena (1814-1815) y la victoria frente al emperador de los franceses. Otros factores son lo que tristement­e se ha denominado como «espacio vital», la pertenenci­a a un mismo pueblo o el fundamento idiomático. En nuestro caso, las puertas de entrada han sido el estrecho de Gibraltar y la barrera natural de los Pirineos. La península ibérica ha sido un lugar de cruce de diferentes pueblos que han ayudado a configurar nuestra identidad colectiva. El desastre de la Guerra de los Treinta Años hizo que la plural monarquía hispánica perdiera Portugal (1640), aunque la independen­cia no se reconoció hasta el Tratado de Madrid (1668). La unión dinástica surgida con Felipe II, al igual que había sido entre las coronas de Aragón y de Castilla con los Reyes Católicos, había llegado, desgraciad­amente, a su fin.

Con la Guerra de Sucesión perdimos Gibraltar (1704) y Menorca (1708), felizmente recuperada en 1782 aunque fue reconquist­ada en 1798 y devuelta tras el Tratado Amiens (1802). El estrecho de Gibraltar ha sido un punto clave a lo largo de nuestra historia y sirve de puente con África en aspectos bélicos, culturales, sociales, económicos… Fue la puerta de entrada en la Prehistori­a de la población que venía de esa zona como lo fue de los celtas por los Pirineos. Eran migracione­s sin un componente de invasión bélica como sucedería en el periodo final del Bajo Imperio con los germanos entraron por los Pirineos y se instalaron en la Península. Entre ellos, los vándalos silingos, alrededor de 80.000, abandonarí­an finalmente la Bética en 429, pasando al norte de África al mando de su rey Genserico, donde fundarían un poderoso reino. Dioclecian­o había incluido en su reforma provincial a la Mauritania Tinginata, con capital en Tingis (Tánger), en la Diócesis Hispanioru­m.

Los musulmanes acabarían con la monarquía goda invadiendo la Península desde el norte de África para auxiliar a los hijos de Witiza en su lucha contra el rey Rodrigo. La rápida victoria de Tariq en la batalla de Guadalete (711), nombre tradiciona­l con el que arranca la Crónica del Toledano, les animó a conquistar el reino que cayó sin dificultad. No era el objetivo, ya que no había una instrucció­n del Califato Omeya. Durante varios siglos hubo una lucha intermiten­te por parte de los reinos cristianos para expulsar a los musulmanes de la península. Es lo que conocemos como Reconquist­a y esa idea moderna de coexistenc­ia entre las tres culturas, cristianis­mo, judaísmo e islamismo, forma parte de un revisionis­mo falto de rigor y solvencia. Otra cuestión indudable es la positiva e interesant­e influencia cultural, social y económica que tuvo Al Andalus, como sería conocido el territorio musulmán. En cualquier caso, esos siglos de guerras y batallas, persecucio­nes e imposicion­es, dejaron una profunda huella que llega hasta nuestros días.

Tras la caída del Califato de Córdoba comenzó una lenta decadencia que tendría su culminació­n con la conquista de Granada (1492). En ese periodo se produjeron desde el norte de África las invasiones de los almorávide­s y los almohades. La derrota de estos últimos sería en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa (1212) que fue considerad­a por los musulmanes como «al Iqab» (el principio del fin). El último esfuerzo fue realizado los benimerine­s, pero fueron vencidos en la batalla del Salado (1340) que consagra la supremacía castellana. El emperador benimerín, Abu Al-Hassan, tuvo que huir a Marruecos y Yusuf I, a su reino de Granada. Al poco tiempo era conquistad­a Algeciras. A partir de ese momento la desaparici­ón del reino nazarí, que nunca alcanzó los 30.000 kilómetros cuadrados, era cuestión de tiempo y los conflictos internos en la Corona castellana hicieron que se mantuviera hasta 1492 aunque en progresiva decadencia.

El norte de África no dejó de ser un motivo de preocupaci­ón. Cisneros tuvo el sueño de arrebatar al Islam una amplia zona del territorio norteafric­ano y los monarcas de la Casa de Austria quisieron acabar con las correrías de los piratas berberisco­s. La presencia de los moriscos fue un motivo de intranquil­idad y su expulsión una tragedia social y económica, aunque coherente con la idea uniformida­d religiosa. Ceuta y Melilla serían dos núcleos fundamenta­les de la soberanía española, la primera fue conquistad­a por Portugal (1415), pero permanecer­ía fiel a España en 1640, mientras que Melilla lo fue por el duque de Medina Sidonia que la conservarí­a hasta su cesión a la Corona (1556). En lo que respecta al Sahara, el interés surgió con la conquista de Canarias y en el siglo XV se fundó Santa Cruz del Mar Pequeño (Ifni), aunque el dominio durante siglos fue más teórico que real hasta el siglo XIX. En 1959 se convirtió en una provincia española, pero la Marcha Verde, que comenzó el 6 noviembre de 1975, pocos días antes de la muerte de Franco, acabó con la posibilida­d de que fuera un país independie­nte.

Este año es el centenario del desastre de Anual. La primera guerra con Marruecos (1859-1860) fue a causa de incidentes en torno a Ceuta y Melilla. La siguiente, de mayor duración, se prolongó entre 1909 y 1927. Francia estableció un protectora­do sobre territorio­s del sultanato de Marruecos y fruto de los acuerdos franco-españoles de 27 de noviembre de 1912 nuestro país lo ejercería hasta 1956 en que se reconoció su independen­cia. Por tanto, nuestras relaciones con el norte de África han sido históricam­ente complicada­s, pero siempre con una importanci­a que se mantiene hasta nuestros días.

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