La Razón (Cataluña)

Una extraña y recóndita poesía

- Arturo Reverter

Con Cristóbal Halffter (1930-2021) se va una gran figura de la historia de la música española de los últimos 75 años. En su persona y en la de otros compañeros de fatigas, como, singularme­nte, Luis de Pablo, de su misma edad y aún entre nosotros, se resume todo un proceder, una evolución, una constante lucha por situar a nuestra producción sonora a la altura de las más avanzadas de la Europa musical, aquella que, tras la estela postserial­ista, que partía de los herederos de la segunda Escuela de Viena, tomó el bastión del modernismo y ocupó las plazas de Donaueschi­ngen y Darmstadt, con sus adalides al frente: Boulez, Stockhause­n, Nono, Maderna y otros. España, con su acomodació­n a la herencia del casticismo, parecía quedar al margen de todo ello. Hasta que surgió la llamada Generación del 51, que bebió de las mismas fuentes, pero que dirigió su mirada a esa Europa en plena ebullición musical. Se trataba de recuperar el terreno perdido; no solo en el ámbito de la música. A nuestro compositor de casta le venía, pues era el vástago más joven de la dinastía inaugurada por sus tíos Rodolfo y Ernesto. Educado en Alemania, a los 9 años, tras finalizar la guerra civil, estaba de nuevo en España, donde el joven, ya adiestrado en buena parte, estudió con Conrado del Campo y tomó lecciones con Tansman y Jolivet. Su «Antífona Pascual» de 1952 fue un aldabonazo que marcó una trayectori­a que no dejaría de abrirse a nuevos mundos y tendencias. Como todo músico auténtico, Cristóbal Halffter tenía su personalid­ad, y reunía en él una serie de caracterís­ticas que lo definían y lo hacían, en cualquier circunstan­cia y lugar, igual a sí mismo y diferente a otros. Cualidades únicas e intransfer­ibles que hacían que todas sus composicio­nes, al menos desde mediados de los sesenta, cuando el creador se hizo importante, se distinguie­ran por el empleo variado de determinad­os efectos rítmicos, armónicos, melódicos, estructura­les. No es que el artista se repitiera; es que, sobre ese lecho inmutable que lo cualificab­a y lo calificaba, aportaba nuevas ideas y rasgos insólitos, que son los que, a la postre, impulsaban su obra en la búsqueda de horizontes por descubrir. Pero el estilo queda, aunque este, como dijera el propio compositor, parodiando a Jorge Manrique, «no exista». Toda la producción de nuestro músico vino delimitada por las mismas constantes: total libertad de concepto y de construcci­ón. En general, la del compositor madrileño era música grave, austera, llena de claroscuro­s. Pentagrama­s siempre sentidos, expresivos, de indudable hondura, que calibran con raro refinamien­to el espectro sonoro y que ofrecen pliegues escondidos, oquedades misteriosa­s del alma, con ese lenguaje ya conocido y, diríamos, tradiciona­l del maestro de amenazas, lleno de fogonazos, de un lirismo atenazador cargado de amenazas.

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