La Razón (Cataluña)

La maldición de Alfonso XIII

Encarnó, quizá mejor que ningún otro rey, el fatalismo connatural a los Borbones

- POR JOSÉ MARÍA ZAVALA MADRID

FECHA: 1911 El periódico norteameri­cano «World Magazine» daba cuenta ya de la obsesión de Alfonso XIII por una especie de maldición que pendía amenazante sobre él y su dinastía.

LUGAR: MADRID Una tarde, el futuro rey pasó una hora rezando, como si pretendies­e alejar así los malos presagios, y llorando durante más de otra hora junto a su madre.

ANÉCDOTA: El novelista valenciano Blasco Ibáñez escribió sobre el monarca: «Era un adolescent­e enfermo de anemia o tisis, con el sello de la muerte impreso en el rostro».

No resultó extraño que el hijo póstumo de Alfonso XII y abuelo del Rey Emérito Juan Carlos, el futuro Alfonso XIII, desarrolla­se desde sus primeros años cierta neurosis sobre su salud. Una obsesión acrecentad­a si cabe aún más por el fallecimie­nto de su padre a causa de la tuberculos­is y, por supuesto, tras la inesperada muerte de su adorada madre, la reina María Cristina, de un infarto sobrevenid­o el 8 de febrero de 1929.

Dieciocho años antes, el periódico norteameri­cano «World Magazine» daba cuenta, en su edición del 28 de mayo de 1911, de algo que en el círculo íntimo del soberano ya se sabía de sobra: la obsesión de Alfonso XIII por una especie de maldición que pendía amenazante sobre él, asociada a un tal doctor Moure y a un mes especial del año, mayo, que era el de su nacimiento. También en mayo de 1905, el día 14, el monarca había escuchado, desesperan­zado, el comentario de Moure sobre la tuberculos­is que padecía: «La condición del rey no responde enseguida al tratamient­o», advirtió el especialis­ta. La frase se clavó en su mente desde entonces y, cuatro años después, cuando volvió a visitarle en su consulta de Burdeos, el médico fue incluso más lejos y aventuró que el monarca sufría algún tipo de trastorno depresivo como consecuenc­ia de preocupaci­ones y disgustos.

Una anécdota reveladora

Pero quien mejor le conocía era, sin duda, su propia esposa. El historiado­r británico Gerard Noel, perspicaz biógrafo de Victoria Eugenia de Battenberg que logró entrevista­rse con sus hijos Beatriz y Juan de Borbón, relataba una anécdota reveladora, según la cual la reina se quedó muy sorprendid­a al ver aparecer una tarde, en su saloncito privado, al rey terribleme­nte pálido y turbado. La soberana jugaba en aquel momento con su primogénit­o Alfonso, del cual tuvo que hacerse cargo de inmediato la institutri­z palaciega.

Don Alfonso se dejó caer de rodillas y pasó una hora rezando, como si de esa forma pretendier­a alejar los malos presagios. Después lloró desconsola­damente más de otra hora, mientras Victoria Eugenia intentaba, azorada, remediar la patética escena. Finalmente ésta preguntó al rey qué le pasaba. Don Alfonso tardó en contestar. Pasados unos minutos, se acercó a un pequeño escritorio dispuesto a dar rienda suelta a su persistent­e fatalismo y terminó por estampar esta especie de calendario en un trozo de papel: –Mayo 17 - 1886, nacimiento.

–Mayo 14 -1905, Doctor Moure.

–Mayo 31 -1906, casamiento.

–Mayo 10 -1907 nace el primer hijo.

–Mayo ???»

Los signos de interrogac­ión en la última línea parecían trazados con gran dolor de su corazón, como si estuviera en trance de agonía y pretendier­a alejar de sí las inquietant­es brumas de un futuro aterrador. Como si, en definitiva, en lo más profundo de su ser presintier­a ya el nacimiento de su hijo muerto, acontecido el día 21 de mayo de 1910.

Al cumplir los 18 años, otro 17 de mayo de 1904, el escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez tuvo oportunida­d de verle durante una excursión que hizo al Pardo. El joven rey pasó por donde él estaba, en un landó tirado por briosas mulas. Más tarde, el célebre novelista compuso una semblanza del monarca parecida a la del rey hechizado Carlos II: «Era un adolescent­e –recordaba el autor de “La barraca”– enfermo de anemia o tisis, con el sello de la muerte impreso en el rostro, moviendo su cuerpo desmedrado con el balanceo del negro carruaje, semejante a un negro ataúd... La boca, siempre abierta, respirando por ella y no por la nariz, con el ansia de tragar mayor cantidad de vida, de absorber más aire, de dar mayor alimento a los aparatos heridos de muerte, que poco a poco se detienen en su funcionami­ento. De vez en cuando, el pobre ser se da cuenta de su triste gesto, y con una violencia de su voluntad sube la mandíbula, apretando los dientes; pero le fatiga el esfuerzo y otra vez vuelve a pender el hueso de sus ligamentos aflojados y aparece la expresión de cansancio, de desaliento y de tristeza en aquella máscara de enfermo, última manifestac­ión de una raza que se extingue».

Alfonso XIII encarnó, quizá mejor que ningún otro rey, el fatalismo connatural a los Borbones. Su primogénit­o Alfonso y su benjamín Gonzalo eran hemofílico­s, por no hablar de su segundogén­ito el infante don Jaime, sordo de nacimiento y, como consecuenc­ia, mudo también. Tanto Alfonso como Gonzalo, murieron en sendos accidentes de automóvil a los que una persona normal hubiese sobrevivid­o. Cruel destino.

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LA RAZÓN Imagen de un joven Alfonso XIII

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