La Razón (Cataluña)

Scruton y la izquierda

- Carlos Rodríguez Braun

ElEl pensador británico Roger Scruton, que murió el año pasado, llamaba a los ideólogos del progresism­o por su nombre: «Tontos, fraudes y agitadores». Tal el título de uno de sus últimos libros, de 2015, que en la traducción española de Rialp fue púdicament­e sustituido por su subtítulo: «Pensadores de la nueva izquierda». Scruton realiza un esfuerzo ímprobo de análisis crítico de los popes antilibera­les, idolatrado­s en el mundo político, académico, cultural y periodísti­co, y con apreciable­s vacíos teóricos y empíricos, rara vez señalados. Destaca a un solo economista, John Kenneth Galbraith, considerad­o un sabio sin tacha por todo el mundo (bueno, casi: puede verse «Disentimie­nto sobre Galbraith» aquí: https://bit.ly/3iz5cZO).

Pero Galbraith al menos escribía bien, lo que no se puede decir de todas las demás figuras que desfilan en este volumen: Habermas, Althusser, Lacan, Said, Badiou, Zizek, Sartre, Foucault, Gramsci, Deleuze, Dworkin, Thompson, Hobsbawm y otros.

Roger Scruton detecta hilos comunes, como, precisamen­te, la oscuridad de muchas de estas supuestas lumbreras: «se pueden plantear mil preguntas y, aunque no tienen respuesta, esto solo incrementa la sensación de su relevancia y profundida­d… cabe interpreta­r la oscuridad como la prueba de una profundida­d y originalid­ad tan grandes que no pueden ser abarcadas mediante un lenguaje normal».

Otra norma es la insistenci­a en la utopía maravillos­a que nos espera si superamos superamos los obstáculos al progreso: propiedad privada, mercado, capitalism­o, tradicione­s, religión y moral. Scruton pone el dedo en la terrible llaga que estos pensadores eluden: el horror que la izquierda perpetró en el mundo cuando terminó con esos obstáculos.

Pero la nueva izquierda se niega a reconocer dichos desastres, porque ha invertido la carga de la prueba: no es ella la que tiene que responder, porque los que quieren cambiar el mundo son intelectua­l y moralmente superiores a los que cuestionan sus idílicos proyectos.

Ningún progresist­a defiende los campos de concentrac­ión. Pero este libro desnuda su falaz argumentac­ión, su negación de la naturaleza humana, su relativism­o moral, su mentirosa tolerancia, su odio a la libertad individual, su falso dios igualitari­o, y su terrible mentalidad colectivis­ta. Y concluye con acierto: «Este esquema mental lleva al Gulag con la misma lógica que la ideología nazi de la raza lleva a Auschwitz».

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