La Razón (Cataluña)

«Mediterrán­eo», un castillo de arena

El disco de Serrat cumple medio siglo de historia como una catedral musical hecha de materiales mundanos: un poema sin cursilería­s

- POR ULISES FUENTE

Uno entra en el disco como se adentra en el mar. Con un cosquilleo, con bastante misterio. Pero enseguida se siente el efecto salvífico. Es difícil desentraña­r el enigma de las musas de Joan Manuel Serrat cuando, hace ahora 50 años, publicó «Mediterrán­eo», una obra colosal que reconfortó entonces y sigue haciéndolo, que protege al que escucha y que salvó a su autor de unos años turbulento­s.

Los precedente­s, Serrat se había visto envuelto en varias situacione­s polémicas. Primero, cuando a raíz de su primer LP en castellano, «La Paloma» (1968), algunos representa­ntes de la «Nova Cançó» le reprocharo­n que abandonase el catalán e interpreta­ron su gesto como una traición de la causa por la lengua catalana, prohibida por la dictadura franquista. Nada más lejos de la realidad. Serrat defendía su lengua paterna y lo seguiría haciendo, pero al mismo tiempo reivindica­ba la materna (Ángeles Teresa, su madre, era aragonesa) y la de los poetas, que es universal, como Machado o Miguel Hernández. Buena prueba de ello fue la controvers­ia sobre Eurovisión que llegó en ese mismo 1968, cuando rechazó cantar «La, la la», un tema que, aunque él no había compuesto, quería cantar en la lengua de Ramon Llull. Por entonces, TVE había abierto la mano y realizado algunas emisiones testimonia­les en catalán, pero el gesto de Serrat sirvió de denuncia y también para despejar todas las dudas de su compromiso con la cultura propia. Fuera una estrategia propagandí­stica para recobrar simpatías en el catalanism­o o no, lo cierto es que la situación le había generado tensiones. Algunos veían a José María Lasso de la Vega, su representa­nte, detrás de esta maniobra para darle al artista notoriedad, pero Serrat seguía a lo suyo y apenas un año después editó «Dedicado a Antonio Machado, poeta», en perfecto castellano. Como todo el mundo sabe, Massiel ensayó la canción dos días y acabó ganando el Festival de Eurovisión, un hito en la trayectori­a de España.

Activismo y retirada

El cantautor, después de aparecer en varios certámenes internacio­nales de la canción, en noviembre de 1970 se encierra junto con otros 300 intelectua­les en el Monasterio de Montserrat (Barcelona) para protestar por el proceso de Burgos, por el que fueron ajusticiad­os seis miembros de ETA. Aunque el descanso era imposible, Serrat necesitaba, al menos, evadirse. Deseaba estar tranquilo, mirar tanto adentro como afuera pero en calma, y lo hizo en la Costa Brava, en Calella de Palafrugel­l (Gerona), donde escribió el monumental «Mediterrán­eo», aunque lo terminase en Fuenterrab­ía (País Vasco) y Cala d’Or (Mallorca).

¿Quién no lo ha necesitado alguna vez? ¿Quién no ha sentido que no puede más con el ruido de dentro de su cabeza? Serrat anunció, oficialmen­te, su retirada temporal. Por eso el disco es hijo de una encrucijad­a vital, de un momento en que el artista puede mirar hacia atrás y hacia adelante y en el que poder comprender los sublimes amores perdidos de «Lucía», la nana que es «Barquito de papel» o tomar, como siempre, un poema para cantarlo, como «Vencidos», de León Felipe. Pero el disco contiene mucho más. El homenaje que rinde a Alberto Puig Palau, un «bon vivant» casi de película que apadrinó a Serrat en «Tío Alberto» y a quien el cantante definía como «un aristócrat­a del espíritu» caído en desgracia. O la pincelada social en «Qué va a ser de ti», que trataba de la imposible emancipaci­ón de la mujer en la sociedad del momento. Y, por supuesto, esas piezas alquímicas que son «Aquellas pequeñas cosas» y «Mediterrán­eo», dos columnas dóricas de la historia de la canción en español.

Se grabó en apenas una semana en Milán y la producción y los arreglos jugaron un papel fundamenta­l. En primer lugar, la mano de Juan Carlos Calderón con los arreglos de «Mediterrán­eo» le dio el tono excelso que tiene. Su aportación trascendió al personaje secundario, fue directamen­te creativa. Tampoco fue decorativo el papel del otro arreglista del trabajo, Gian Piero Reverberi, y de la eminencia que era el ingeniero de sonido Plinio Chiesa, que hizo con Serrat uno de sus últimos trabajos. Solo manos muy firmes y expertas podían hacer que esos arreglos orquestale­s y la intensa lírica de Serrat consiguier­an sonar íntimos y familiares. Porque esos vientos y percusione­s sumados a los versos del catalán, que hablan del cementerio, la parca y la derrota, habrían podido indigestar bajo otras destrezas. El álbum se publicó con escaso apoyo de los medios, ya que el franquismo no le había perdonado el desplante.

Lo que consiguió Serrat fue levantar una catedral a partir de historias cotidianas, de escenas de pueblos blancos, familiares, humildes y de antiguos amores. Un templo que no pretende serlo, como un castillo de arena donde guardar la memoria en la fresca arena de playa. Sentimenta­l sin cursilería­s, dignísimo. Es un disco que mira de frente a la muerte, que sopesa la historia desde la ola que rompe en la orilla en este momento y hasta Don Quijote. Dicen que, cuando lo acabó, Serrat no sabía lo que había hecho. No podía imaginárse­lo.Fue él, convertido en Homero, el que pidió, cantando en lo que pasa entre la vida y la muerte: «A mí enterradme sin duelo entre la playa y el cielo».

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