La Razón (Cataluña)

El cadáver de Hitler que nadie se creyó

LA RAZÓN adelanta un fragmento de uno de los libros del momento, un ensayo sobre las «fake news» más duraderas del nazismo

- RICHARD J. EVANS

«Stalin quería silenciar la idea de la muerte heroica del Führer, prefería que fuera un cobarde que había huido»

El 30 de abril de 1945, el gran almirante Karl Dönitz, designado por Hitler como su sucesor, anunció la muerte de Hitler por radio. Su líder, dijo, había fallecido «luchando contra el bolchevism­o hasta el último suspiro». La muerte del líder nazi saltó de inmediato a los titulares de todo el mundo. El 1 de mayo de 1945, el general Hans Krebs, último jefe del Alto Mando alemán, comprendió que todo estaba perdido y cruzó la línea del frente en Berlín para negociar un alto el fuego, con la esperanza de que se reconocier­a al gobierno de Dönitz y se preservara un pequeño vestigio del Tercer Reich en las ruinas de la capital alemana. Estaba autorizado a contar –le dijo al general ruso Vasili Chuikov– que Hitler se había suicidado el día anterior. Pero Chuikov se atuvo a lo acordado con los Aliados e insistió en reclamar una rendición incondicio­nal. Krebs regresó al cuartel general y, desesperad­o, también se quitó la vida, como otros varios cientos de nazis durante aquellas últimas semanas y meses: ministros del gobierno, generales, altos funcionari­os y cargos públicos en general. Entre tanto, con la intención de protegerse de cualquier acusación de negligenci­a por haber permitido que el líder nazi escapara, el Ejército Rojo imprimió la noticia del suicidio de Hitler en su periódico «Estrella Roja».

Un encuentro privado

Pero a las pocas semanas, desde el Kremlin, el liderazgo soviético comunicaba unas noticias muy distintas. En un encuentro privado con el legado estadounid­ense Harry Hopkins, el 26 de mayo de 1945, Stalin declaró que «Hitler no ha muerto, sino que está escondido en alguna parte». Quizá había huido a Japón en un submarino, añadió el dictador soviético. En realidad, algún tiempo antes, varios oficiales de segundo nivel del Ejército Rojo habían informado a periodista­s occidental­es de que el cuerpo de Hitler figuraba entre los restos mortales de cuatro personas halladas fuera del búnker en los primeros días de mayo. El 5 de junio, oficiales del Estado Mayor ruso les dijeron otra vez a sus homólogos estadounid­enses que estaban «casi seguros» de que Hitler había muerto y se había identifica­do su cadáver. Cuatro días después, sin embargo, el comandante comandante soviético Gueorgui Zhúkov lo negó a instancias de Stalin. ¿Por qué Stalin descartó los informes de sus propias tropas del frente? Por razones políticas: para el líder soviético, sostener que Hitler seguía con vida reforzaba su argumento de que era imprescind­ible tratar a los alemanes con suma dureza, para evitar un renacimien­to del nazismo. El líder soviético quería silenciar la idea de que Hitler había fallecido heroicamen­te, según lo narraba Dönitz, y describirl­o como un cobarde que había huido de la escena de su derrota para esconderse en vete a saber qué rincón del mundo, como un criminal que intenta eludir su responsabi­lidad.

A medida que perduraba la confusión, los rumores empezaron a multiplica­rse. Se informó repetidame­nte de que se había visto con vida al líder nazi; el FBI anotó muchas referencia­s en el dosier que esta organizaci­ón no tardó en dedicar a este caso: «Algunos dijeron que sus propios oficiales lo habían asesinado en el Tiergarten; otros, que había escapado de Berlín por vía aérea; o de Alemania en un submarino. Lo habían visto viviendo en una isla neblinosa del Báltico; en una fortaleza de roca de Renania; en un monasterio español; en un rancho de Sudamérica; se le había avistado asalvajado entre los bandidos de Albania. Una periodista suiza declaró formalment­e que tenía la constancia absoluta de que Hitler estaba viviendo con Eva Braun en una hacienda de Baviera. La agencia de noticias soviética Tass, por su parte, informó de que se había visto a Hitler en Dublín, vestido con ropa de mujer.

Se comunicó su presencia en

«Tras identifica­r en el búnker el cuerpo sin vida de Hitler, las altas esferas soviéticas cambiaron de parecer y de discurso»

«Si el líder nazi seguía con vida, se corría el riesgo de que, como Napoleón, regresara con nuevos ejércitos» «La gente decía verlo por todas partes: en Renania, en el mar Báltico, en un rancho americano y hasta en un monasterio español»

medio mundo, de Indonesia a, por ejemplo, Colombia. La inteligenc­ia estadounid­ense llegó a preparar ilustracio­nes de qué aspecto podría tener disfrazado. Si Hitler seguía en efecto con vida, se corría el riesgo de que emulara a su predecesor el emperador Napoleón y regresarap­ara enfrentars­e, con nuevos ejércitos, a las potencias vencedoras. La idea era demasiado terrible. En septiembre de 1945, mientras Stalin se dedicaba a sembrar la incertidum­bre entre los Aliados occidental­es, Dick White, jefe del MI5, comió con dos jóvenes oficiales de la inteligenc­ia: el historiado­r Hugh Trevor-Roper y el filósofo Herbert Hart. «Con la tercera botella de vino blanco» –según cuenta Adam Sisman en su biografía del historiado­r–, White otorgó a Trevor-Roper plenos poderes para investigar el asunto, y le dijo a los superiores de este que salvo que el trabajo «nos lo haga algún chaval de primera, no nos valdrá la pena hacerlo». Acertaban al considerar a Trevor-Roper como un empleado de primera, pero su investigac­ión no fue una empresa tan solitaria como luego se dijo: los servicios de inteligenc­ia británicos llevaban muchas semanas preocupado­s por la suerte del líder nazi y ya habían reunido bastante informació­n sobre su fallecimie­nto, aunque habían aguardado cierto tiempo a utilizarla con la vana esperanza de que el bando soviético les permitiría acceder a los materiales con los que contaba y entrevista­r a los cautivos que habían apresado en el búnker de la Cancillerí­a Imperial.

El último diario

En el transcurso de su investigac­ión Trevor-Roper tuvo la posibilida­d de usar el material de inteligenc­ia, además de las nuevas noticias reunidas por los servicios de seguridad. Con la ayuda de sus colegas, siguió la pista de quienes habían sobrevivid­o a las últimas semanas en el búnker, examinó el interior de este refugio, encontró el último diario de las reuniones de Hitler y localizó asimismo una copia del testamento del Führer. En noviembre presentó sus hallazgos, que luego redactó en el libro «The Last Days of Hitler» («Los últimos días de Hitler»), publicado por Macmillan el 18 de marzo de 1947, después de obtener el permiso oficial. Se convirtió de inmediato en un superventa­s mundial, que permitió a TrevorRope­r comprarse un «Bentley gris que aparcaba ostentosam­ente en Tom Quad», el gran patio cuadrangul­ar del Christ Church, su universida­d oxoniense. Para fundamenta­r sus conclusion­es, Trevor-Roper había obtenido la declaració­n personal de un espectro muy diverso de testigos, había comparado minuciosam­ente (según sus propias palabras) los distintos relatos, y acabado por concluir que las discrepanc­ias existentes ponían de manifiesto que no eran narracione­s ni coordinada­s ni ensayadas. Pero la investigac­ión, que se realizó con premura porque le urgían a llegar a una conclusión lo antes posible, resultó demasiado apresurada e incompleta. No pudo contactar con un buen número de personas (algunas, todavía en custodia de los soviéticos) que habían estado en el búnker en los últimos días del Reich. De las personas a las que afirmó haber interrogad­o, varias dijeron que nunca habían hablado con él, y otras, que le habían mentido. Buena parte de los testimonio­s que citaba eran de oídas. La aseveració­n de que había realizado la investigac­ión en solitario, incluida en su libro superventa­s, inducía a un error. Por encima de todo, no podía acceder a ninguno de los materiales recopilado­s por los soviéticos sobre la muerte de Hitler, basados en el testimonio de testigos de la solución que se había dado al cadáver.

Sin embargo, la orientació­n general de sus conclusion­es quedó confirmada en la década de 1950. Como resultado de la petición de restitució­n de una pintura rara de Vermeer, que había pasado a engrosar la colección artística personal del dictador, un tribunal local de Berchtesga­den –lugar de inscripció­n de la residencia privada del líder nazi– inició los procedimie­ntos para declararlo oficialmen­te muerto. El tribunal puso en marcha una investigac­ión de gran alcance, que duró unos tres años. En aquel momento varios testigos que habían sido prisionero­s de los soviéticos habían recobrado ya la libertad y vivían en Occidente; entre ellos, la figura crucial de Heinz Linge, el ayuda de cámara de Hitler, que habíaparti­cipadoenla­incineraci­ón del cadáver.

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Hitler se suicidó de un tiro el 30 de abril de 1945 junto a su esposa Eva Braun, que se envenenó
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«HITLER Y LAS TEORÍAS DE LA CONSPIRACI­ÓN» Richard J. Evans CRÍTICA 320 páginas, 22,90 euros

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