El yoga de un narcisista
Después de Carrère... nada. Es una exageración, sin duda, pero una hipérbole acertada a la media del ego del autor galo que se ha alzado con el prestigioso Premio Princesa de Asturias de las Letras por, según indica el jurado, una «obra personalísima generadora de un nuevo espacio de expresión que borra las fronteras entre la realidad y la ficción». Un escritor que ha transitado por el cine, la televisión, el periodismo, el surrealismo, la «rusofilia» –es hijo de la prestigiosa sovietóloga de la Academia francesa Hélène Carrère d´Encausse–, la congoja de la clase media, la muerte, la búsqueda del cristianismo, la meditación yógica, el gore... y, por encima de todo esto, por el «bendito narcisismo» en el que ha basado buena parte de su obra. La autoexploración ególatra de un autor que no cesa de clamar en el desierto... aunque ni él mismo lo sepa.
El caballero galardonado del que hablamos no ha dejado pasar ni un solo tren de los que hay en la literatura: a lo largo de su carrera ha sido distinguido con el Renaudot, el Femina, el Duménil o el otorgado por el diario «Le Monde». No ha seguido otro modelo de «periodismo literario» que el que marcó Truman Capote en «A sangre fría», aunque solo pudo encontrar su propia voz al alejarse de su ejemplo, admira a Philip K. Dick, al que dedicó una biografía, porque tenía una visión particular del mundo y ha trabajado como guionista para cine y teleseries como la galardonada «Les Revenants».
Carrère empezó su carrera antes de los años ochenta y pronto exploró su vena «gogoliana» con un libro que le dio un temprano éxito: «El bigote». Un breve pero atómico texto con ecos de «El capote», de Gógol. Su ficción era más que buena pero todavía no se atisbaba el verdadero escritor que sería después y que ha ido asomando en estos tiempos. Le seguiría «Una semana en la nieve», menos surrealista y más lóbrega, aunque no sería hasta la llegada del nuevo siglo cuando se encontraría a sí mismo en un parámetro incalificable y solo definible por aquello que no es: ni novela documental, ni crónica, ni tampoco no ficción. Sería de la mano de dos textos dedicados a sendos personajes atrabiliarios: el farsante y asesino Jean Claude Romand, en «El adversario», un verdadero fenómeno literario en el momento en que se publicó, y el controvertido y lisérgico Edvard Limónov en «Limónov», posiblemente uno de sus mejores libros.
En otro orden de «ritmo», recordemos «Una novela rusa» y «De vidas ajenas», que son textos en los que ya va perfilando el estilo que le haría grande entre los grandes: la autoficción. Llegó después, aunque con bastante retraso, «Bravura», donde nos guiaría hasta Villa Diodati, a orillas del lago Lemán, el famoso 16 de junio de 1816, y después «Yoga», su libro más reciente y no muy cincelado en el fondo en el que sabríamos de la
«En su obra ha tratado la congoja de la clase media, la búsqueda del cristianismo, la pérdida y la meditación»
«Con “El adversario”, una obra que rompe la barrera de los géneros, saldría a la luz su auténtico talento»
meditación Vipassana, la censura que aplicó su mujer sobre el volumen definitivo, su ingreso en el psiquiátrico Saint-Anne a causa de su Trastorno Afectivo Bipolar y sus terapias electroconvulsivas en un intento de eutimizar su estado de ánimo.
Pero si existe un libro por el que pervivirá en el tiempo ese es «El reino». En sus páginas conocemos cómo un joven Emmanuel buscó consuelo en el cristianismo, releyó con ojos nuevos los Evangelios y se aventuró a abordar la historia de los primeros cristianos, con Pablo de Tarso y Lucas como hilos conductores. Una empresa titánica con la que el nuevo Premio Princesa de Asturias nos recordó que la vida, como la literatura, es para complicárnosla.