Rumbo a la tierra prometida
Sánchez y la cochambrosa izquierda que padecemos han asumido como inevitable la negociación sobre nuestros derechos
El descubrimiento de una segunda hoja de ruta para la independencia, intervenida tras la detención en octubre del ex de ERC, Xavier Vendrell, no presenta más novedad que el contexto. Para la hidra nacionalista, el objetivo de toda negociación es la aministía, primero, y luego el referéndum como autopista de seis pistas rumbo a la tierra prometida. La negociación opera como eufemismo de imposición. Las mesas de diálogo son zocos de compraventa mafiosa. Vestidos con arabescos presuntamente democráticos. De fondo persiste brutal la idea de reventar el Estado y desposeer de su patrimonio jurídico, histórico, cultural y económico a millones de ciudadanos.
La noticia, entonces, tiene que ver con el momento, ahora que Oriol Junqueras ha aceptado perdonarnos la vida. El papelito o documento de Vendrell coincide con la carta regurgitada, copy-paste, por el clérigo delirante, que nos absuelve, unas semanas, de nuestra condición de fachas empeñados en no asumir la alegre condición de súbditos. Más allá del fárrago retórico y el azúcar, Junqueras persiste en un programa de máximos. A saber, que el llamado derecho a
decidir sólo le corresponde a su feligresía. Pacta la mandanga de hoy y su salida de la cárcel. Blinda también la capacidad para ordenar millones de euros en subvenciones y partidas presupuestarias. Pero el poder local, aunque inmenso, no puede satisfacer para siempre la bulimia agonística. El nacionalismo ha patrimonializado el Estado según los apellidos, la limpieza de sangre, el idioma, etc. Los ideólogos de la independencia sienten por las minorías de su comunidad, y por la mayoría de ciudadanos de España, un respeto similar al de los juristas nazis que urdieron las leyes raciales de 1935, que permitieron desposeer de la ciudadanía alemana a los judíos. No, déjense de Reductio
ad Hitlerum. Como tiene escrito el constitucional is ta Jo su de Miguel, que conoce como pocos las teorías y escritos del jurista Carl
Schmitt y sus diferencias con Hans Kelsen,
«El decisionismo reduce la democracia a la lógica plebiscitaria, sorteando las exigencias consensuales de los modelos parlamentarios y la protección de las minorías políticas: eso ocurrió en Cataluña en
2017, donde emergió una praxis de soberanía que creíamos desterrada en
Europa tras la II Guerra Mundial».
El documento de Vendrell llega a la mesa del juez y las rotativas digitales cuando desde el Gobierno han rechazado cualquier posibilidad de intervenir, por razones morales, contra la barbarie. Pedro Sánchez, y la cochambrosa izquierda que padecemos, ha asumido como inevitable la negociación sobre nuestros derechos. Pero no puede haber negociación, y menos concesiones, cuando partimos de un suelo tan delirante como la idea de un teórico derecho a la secesión, no reconocido en ningún lugar mientras no hablemos de colonias y metrópolis y/o mientras no operen una serie de injusticias tan apoteósicas e irresolubles que sólo pueden paliarse gracias a la devastación y segregación del espacio común. Cuentan que recuperaremos cierta normalidad. O sea, el clima podrido de antaño. Ese que no obligaba a elegir de forma tajante y violenta entre secesionistas y constitucionalistas. Permitía eludir los insultos y señalamientos del nacionalismo mediante las contorsiones de un tercerismo cómplice con esa forma de xenofobia llamada catalanismo. ¿Indultar para qué? ¿Para tolerar otros 40 años de construcción nacional? ¿Para silbar frente a atropellos como la inmersión lingüística? Vendrell y asociados lo tienen claro. Con los indultos compran tiempo. En caso de duda, consulten la hoja de ruta.