Robin Wright, el debut de una directora salvaje
La actriz dirige su primera película, que estrena tras su paso por el Festival de Sundance
Entre las encriptadas formas que tenemos los seres humanos de enfrentarnos a la muerte de un ser amado, Joan Didion –que algo sabía del gestionamiento orgánico de la pérdida– asegura en uno de sus libros, «El pensamiento mágico», que no es posible conocer la magnitud del sufrimiento si no se ha experimentado nunca en primera persona. «No podemos saber –y ahí reside la diferencia fundamental entre cómo imaginamos el dolor y cómo es en realidad ese dolor– la interminable ausencia que sigue al hecho en sí, el vacío, la absoluta falta de sentido», asegura la escritora estadounidense.
Esa desorientación patológica que se instala en el interior del sujeto hay quien la gestiona con psicólogos, con pastillas o con cambios de vida radicales. Sin embargo, la actriz Robin Wright –esa inolvidable Jenny de «Forrest Gump» o la dulce Buttercup de la icónica cinta de finales de los 80 que fue «La princesa prometida»– opta en su bautismo cinematográfico como directora, «En un lugar salvaje», por la montaña como salvación. De esta manera, la recién estrenada realizadora (que al tiempo también protagoniza el filme) bebe de experiencias cinematográficas similares, como la dirigida por Sean Penn en 2007, «Hacia rutas salvajes», o «Alma salvaje», aquella película capitaneada por Reese Witherspoon en donde una joven mochilera decide recorrer más de mil kilómetros por un inabarcable sendero de la costa del Pacífico para desquitarse del dolor y la culpa que porta consigo.
La vida en soledad
Edee Holzer, a quien da vida Wright, es una mujer que tras perder a su marido y su hijo de una forma que inicialmente no se revela –pero que durante el transcurso de la historia resulta más o menos intuible– apuesta por reencontrarse con el espíritu salvaje del ermitaño que duerme en nuestros orígenes y compra un terreno en los remotos enclaves naturales y montañosos de Wyoming con una cabaña avejentada de madera incluida. «Podría verse como una opción egoísta lo de huir de la realidad. Sin embargo, esta película no trata de alguien ahogándose en su propio dolor. El camino que Edee toma está cargado de dificultades mortales y, día tras día, decide hacer lo más humano: luchar por la supervivencia», reconoce Wright. Con una gestualidad marcadamente solemne e invadida por la tristeza, abraza la sobriedad que solo la vida en soledad otorga y poco a poco se va acostumbrando a esa renuncia voluntaria de los medios materiales asociados a la civilización (como el móvil del que se desprende al comienzo, la electricidad de la que prescinde en la cabaña o el coche que solicita que se lleven cuando se instala). Aprende a relacionar su precaria subsistencia sin suministros y sin experiencia previa alguna con los impredecible designios meteorológicos y el transcurso del tiempo, con los cambios que se van produciendo en el entorno a medida que las estaciones se suceden. Así explica la cineasta ese hermanamiento progresivo con una naturaleza hostil y poderosa: «La supervivencia en la montaña donde Edee se establece conlleva muchos más desafíos de lo que esperaba. No se puede subestimar a la madre naturaleza. Cuando el río fluye, lo hace con mucha más fuerza de la que imaginamos. Creemos que podemos predecir la fuerza de los vientos y de la nieve, pero hasta que no lo vivimos no tenemos ni idea del
poder de los elementos. Edee se enfrenta a retos físicos para los que apenas está equipada. Y no se rinde; si la naturaleza acaba matándola, que así sea», indica.
Sin embargo, a medida que la soledad de Edde se renueva con la llegada de un hombre que abastece de agua limpia a una reserva india cercana y la catarsis personal avanza, la historia cambia. El dolor se oxigena, se vuelve poroso. Y es que, tal y como señala la cineasta, pese a que cada duelo es individual, todos tendemos a «proyectar unas expectativas sobre cuándo nos sentiremos “mejor”». Porque en el fondo, la tristeza, la pena, lo negro, también nos agrega como sociedad.