La ceremonia del vudú
En algunas regiones remotas y muy atrasadas de nuestro mundo se sigue practicando una añeja superchería –destinada asustar solo a los más boquiabiertos– que recibe el nombre de vudú. A grandes rasgos, consiste en fabricar una efigie de aquel a quien quieres que se odie y vejarla por diversos sistemas que siempre han de ser sensacionalistas y espectaculares. No sirve sencillamente coger esa imagen o efigie y humillarla dedicándole sarcasmos y recitándole chistes satíricos u otros recursos culturales, no, el vudú no funciona así.
Un buen vudú exige quemar, pinchar, patear y todo aquello que impresiona a los habitantes más jóvenes de la guardería. Si puede ser, se ha de acompañar de grandes gritos y de escandalera. Si se rodea además ya de tambores, puede decirse que la ceremonia del vudú se ha culminado de una manera perfecta. En teoría, los practicantes del vudú dan por sentado que todo ese circo antediluviano le ocasionará indefectiblemente unos grandes perjuicios a aquel que vejan en imagen. Es el cruce perfecto de la apología del odio con la superstición.
Esa parece ser la idea que anima a una facción de los independentistas cada vez que el Rey tiene que venir a Cataluña por un asunto laboral u otro. Los tam-tam de la ANC (la Asamblea Nacional de Cataluña, la asociación que se ha quedado atascada en la zona más ultramontana del separatismo) se oyen sonar unos días antes a lo lejos (cada vez más lejos y con menos instrumentistas) y se proponen autos de fe inquisitoriales y aquelarres donde el fuego y las llamas del infierno son los protagonistas. Desde un punto de vista político, solo tiene una significación de vodevil infantil y prehistórico; pero la pregunta verdaderamente interesante es: ¿por qué quieren que se odie tanto precisamente al rey?
Todos los que crecimos en la Cataluña de la muerte de Franco y del inicio de la transición recordamos perfectamente como existían en esa época varias varias figuras tronadas que representaban para la juventud lo que debía haber sido la lamentable España premoderna de nuestros antepasados. Una, era el franquista crepuscular de bigotito que veía desconcertado como su mundo de fascismo juvenil desaparecía deglutido por el progreso de las democracias occidentales. La otra era el abuelo de pueblo que, sin haber salido nunca de su villorrio, odiaba a las monarquías porque le parecían que era lo único que se interponía en el camino de que su aldea fuera faro mundial y foco de admiración.
Ese tipo de pensamiento era paradójico de contemplar, porque en aquel momento no había Rey en España y las cosas tampoco parecían ir precisamente mejor. Así que los jóvenes nos preguntábamos por qué perder el tiempo con esas obsesiones cuando había una democracia que conseguir.
En los años siguientes, de todos
Para minar la democracia, el nacionalismo territorial quiere que se odie a todas las instituciones que la defienden
esos sectores de antiguos anhelos y sueños de nuestros padres, curiosamente, fue solo la Monarquía la que apostó decididamente por la democracia y por ponerse de parte del cambio y la innovación que pedían los jóvenes, incluso en sus propias estructuras. El nacionalismo territorial, en cambio, prefirióapostar por el totalitarismo, primero en el País Vasco y ahora, en Cataluña. Se dieron cuenta de que la democracia no les servía para conseguir lo que ellos querían, porque sus seguidores no eran los suficientes para ganar una votación y sus razones eran insuficientes moralmente como para convencer a la mayoría de que apoyaran sus demandas.
Por eso los tam-tam del nacionalismo territorial apuntarán siempre que puedan al Rey. Porque a ellos la democracia no les conviene y para minarla quieren que se odie a todas las instituciones que la defiendan.