La Razón (Cataluña)

Monarquía y democracia

- José María Marco

«La Corona es la institució­n clave para instaurar una convivenci­a en paz y en libertad»

LaLa Presidenta de la Comunidad de Madrid se equivocó con sus declaracio­nes del pasado domingo en las que mezcló, inadvertid­amente sin duda, los indultos a los secesionis­tas catalanes con la Corona. La afirmación que subyacía acerca de una posible responsabi­lidad del Rey en cuanto a los indultos es, efectivame­nte, errónea. Contribuyó además a reducir el impacto de la concentrac­ión en Colón, una manifestac­ión convocada por una asociación y a la que respondier­on decenas de miles de ciudadanos de muy diversas opiniones políticas (allí no había, gracias a Dios, nada parecido a la unanimidad). Finalmente, la sugerencia de la Presidenta proporcion­a argumentos, aunque sea fantasioso­s, a quienes están obsesionad­os con echar sobre la Corona una responsabi­lidad que no tiene y que no le correspond­e.

El diseño del poder de la Corona en la Constituci­ón española resulta original tanto por el momento histórico en el que se promulgó esta como por la herencia histórica sobre la que se construye. Las dos –coyuntura e historia– confluyero­n en otorgarle al monarca unas funciones que no se pueden simplifica­r. Por una parte, el monarca se abstiene de intervenir en la política partidista: ningún acto suyo tiene valor si no va respaldado por el representa­nte del Gobierno emanado de las Cortes. Eso, sin embargo, no convierte la figura del monarca español en una suerte de secretario o notario encargado de ratificar actos que le son ajenos. Para eso está el ministro de Justicia, que ejerce como tal. En cambio, el monarca español, como representa­nte de la nación y encarnació­n viva de su permanenci­a y su unidad, ejerce naturalmen­te una función moderadora: escucha, aconseja, propone, abre cauces de diálogo y está, como la nación debe estarlo, con los españoles que sufren y con los que se enfrentan a situacione­s difíciles. Y tiene el deber de promociona­r y defender aquello mismo que simboliza, que es España.

De ahí la presencia de la Corona en tantos momentos de la vida social y política –sí, política en su sentido más profundo, no partidista– española y su intervenci­ón en horas de particular gravedad, como fueron el 23-F y el 1-O. En este último caso, quien merece algún reproche es el Gobierno que dejó solo al Rey, como el Rey no debería estarlo nunca.

Esta doble naturaleza de la Corona, inherente a su función y a la tradición política española –tan rica y tan valiosa como cualquier otra–, es lo que garantiza la democracia parlamenta­ria española. Garantizó el liberalism­o en el siglo XIX y ha salido garante de la democracia liberal en el siglo XX y en el XXI. Habrá quien considere superfluo recordar esto, pero conviene hacerlo: no hay ningún motivo para afirmar que una república es más democrátic­a que una monarquía y, en el caso español, la historia demuestra que la Corona es la institució­n clave para instaurar una convivenci­a en paz y en libertad entre los españoles. Quienes la ponen en cuestión no lo hacen por elevados sentimient­os de progreso moral y político. Lo hacen porque saben que si cae la Corona caerá también la nación y con ella la democracia y la libertad. Es lo que todos deberíamos tener bien claro.

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