La Razón (Cataluña)

Guerras médicas: 2.500 años del conflicto que cambió el mundo

Aunque es fácil sucumbir al simplismo de la lucha entre Oriente y Occidente y no fue tal, griegos y persas libraron un combate que originó en Europa algunos conceptos políticos fundamenta­les

- POR JAVIER JARA HERRERO MADRID

Cuando escuchamos hablar de «Guerras Médicas», asociamos tradiciona­lmente el conflicto con una determinan­te lucha en la que la victoria de unos pocos griegos frente a innumerabl­es hordas procedente­s del continente asiático impidió que la barbarie y la incivilida­d se extendiera­n a través del Viejo Mundo. No es para menos. Ya la historiogr­afía griega inmediatam­ente posterior a la conflagrac­ión se esforzó por presentar al invasor aqueménida como paradigma de los valores contrarios a la virtud, hombres imbuidos de arrogancia, soberbia y brutalidad. En definitiva, el persa, como individuo ajeno a la Hélade, era «bárbaro». Hay que admitir que estos planteamie­ntos, propios de los autores griegos clásicos, han perdurado hasta nuestros días: en la misma línea se sitúan las últimas produccion­es audiovisua­les (como la aclamada «300») que, fieles a la geoestrate­gia norteameri­cana imperante a comienzos de nuestro siglo, perfilan el acontecimi­ento de las Termópilas hasta convertirl­o en el sacrificio de un puñado de espartanos de elevados ideales ante las acometidas de millones de guerreros de tez sospechosa­mente oscura, encoleriza­dos y armados con poco más que aperos de labranza; todo ello para permitir a la cultura clásica helénica impregnar la idiosincra­sia del mundo occidental en los siguientes milenios. Poco importa si, en realidad, estos hipotético­s defensores de la civilizaci­ón practicaba­n desde siglos antes una brutal forma de esclavitud sobre sus vecinos subyugados.

Tolerancia y sabiduría persa

Pero seamos honestos. Aplicar el manido enfoque «Occidente vs. Oriente» para las Guerras Médicas supone pecar de un flagrante presentism­o que solo puede obedecer a ciertas justificac­iones o legitimaci­ones. Ambos son términos que delimitan claramente dos culturas o civilizaci­ones también centenaria­s, muy presentes en la actualidad, y separadas, precisamen­te, por el estrecho del Bósforo. En los albores de la Época Clásica, empero, ni el mundo helénico se restringía a lo que hoy conocemos como Estado griego –dado que la costa jonia de Asia Menor estaba salpicada de ciudades-estado de cultura griega, supeditada­s ya al arbitrio del rey persa–, ni el Imperio aqueménida cesó su expansión en la frontera geográfica que hoy separa los dos continente­s, como demuestra la conquista de la antigua región de Tracia y el avasallami­ento del reino macedonio en los últimos años del siglo VI a C. Por otra parte, no todos los griegos se unieron para hacer frente al intruso –la simpatía de beocios o argivos por las costumbres y las políticas persas era evidente, por no hablar de los oráculos emanados del santuario de Delfos–, ni el Imperio de Darío o su hijo Jerjes representa­ba el atroz despotismo que Heródoto y los eruditos que le siguieron pretendían exterioriz­ar en sus escritos; al contrario, los bien instruidos soberanos aqueménida­s eran conocidos por una inusitada tolerancia hacia las prácticas y las tradicione­s de los pueblos que sometían. Quizá fuera esta la única manera de mantener unos dominios que se extendían desde Bizancio hasta el río Indo y desde las estepas ucranianas hasta la costa norteafric­ana. Sea como fuere, lo único que tenía este imperio de «oriental» era su procedenci­a con respecto al centro de gravedad de la antigua Grecia.

Aclarado este aspecto, es preciso volver la vista a nuestro tiempo y reparar en algunos de los derechos fundamenta­les más importante­s del presente, aquellos que enarbolamo­s orgullosos cuando tratamos de formular la idoneidad de una sociedad. ¿Habría sobrevivid­o la democracia, tal y como la conocemos, de haber vencido el Imperio persa la contienda? Quizá. Sabemos que, después de aplastar la rebelión que las mencionada­s ciudades helénicas de Asia Menor protagoniz­aron como preludio de las Guerras

«Aplicar el manido enfoque Occidente versus Oriente para las Guerras Médicas supone pecar de un flagrante presentism­o» «Democracia o ciudadanía son conceptos que fueron desarrolla­dos pero que existen gracias a la actitud griega frente a los persas»

Médicas (en lo que la historiogr­afía conoce como «sublevació­n jonia»), las autoridade­s aqueménida­s permitiero­n la instauraci­ón de regímenes democrátic­os en estos centros como medida para evitar potenciale­s levantamie­ntos en el futuro. Pero, aun así, es más probable que el progreso de la democracia como sistema político hubiera sufrido, cuando menos, un importante retroceso. A fin de cuentas, nada impediría al Rey de Reyes retirar tales privilegio­s a las ciudades griegas otrora sublevadas tan pronto como las aguas volvieran a su cauce, máxime de haberse concretado el triunfo sobre sus semejantes culturales. Además, aunque lo cierto es que el inicio de las hostilidad­es de la primera guerra médica responde a motivos estratégic­os y diplomátic­os propios de la política del imperio asiático y a las comunes fricciones con el mundo griego, la preconizad­a tolerancia persa pareció resquebraj­arse, después de que los atenienses prestaran su apoyo a la citada revuelta jonia, para adquirir ciertos tintes revanchist­as contra la que se considera cuna del régimen en cuestión. Prueba de ello es el respaldo a la causa aqueménida de Hipias, el anciano tirano de Atenas derrocado antes del advenimien­to de la democracia en 506 a. C. –momento en que hubo de exiliarse en la corte de Darío–, cuyo consejo resultó crucial para el desembarco de las tropas persas en las playas de Maratón. Fue, asimismo, en el transcurso de esa batalla cuando el comandante persa Artafernes ordenó el reembarque de parte del ejército que dirigía, con la intención de rodear por mar el Ática e irrumpir en la misma Atenas, donde probableme­nte le esperaría expectante el sector filopersa de la ciudad, desafecto con el ordenamien­to democrátic­o y ansioso por celebrar el regreso de Hipias y la restitució­n de las prerrogati­vas aristocrát­icas. Sin embargo, finalmente, los hoplitas atenienses, ayudados por un pequeño cuadro plateense, se llevaron los laureles de la batalla y, mientras el rey Darío decidió poner fin al primer intento de invasión de la Grecia continenta­l –en el marco de una campaña, por lo demás, bastante exitosa–, en Atenas el acontecimi­ento impulsó y fortaleció considerab­lemente una democracia joven que encontraba aún firme oposición entre la ciudadanía. Diez años después, durante la segunda guerra médica, la reducción a cenizas de la Acrópolis por parte de las tropas de Mardonio no dibujaba un futuro muy halagüeño para la democracia en caso de triunfo aqueménida. El asunto de una hipotética superviven­cia de la democracia, en cualquier caso, no es más que historia-ficción, especulaci­ón.

Este verano se cumplen 2.500 años de la conclusión de un conflicto que nos define, pero que ha sido maltratado y corrompido por quienes lo han estimado convenient­e. Las Guerras Médicas no constituye­ron una lucha titánica entre dos potencias antagónica­s, bien definidas, en aras de imponer su filosofía. Estudiar el conflicto greco-persa implica, más bien, comprender uno de los procesos que, por su evolución, permitiero­n el florecimie­nto de una tradición cuyo progreso, a través de las centurias, aportaría una inestimabl­e contribuci­ón al acervo cultural de lo que hoy denominamo­s «Occidente», del carácter que descansa sobre algunos conceptos políticos fundamenta­les como la democracia, la noción de ciudadanía o la participac­ión del ciudadano en el juego político de su patria. Son principios elementale­s de las naciones modernas, que han necesitado de una permanente revisión hasta su extensión al conjunto de la humanidad, pero de los que, en buena medida, disfrutamo­s merced a la actitud de Grecia frente a la invasión persa.

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 ??  ?? La batalla de las Termópilas ha sido erróneamen­te elevada a sacrificio de un puñado de espartanos de elevados ideales
La batalla de las Termópilas ha sido erróneamen­te elevada a sacrificio de un puñado de espartanos de elevados ideales

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