La Razón (Cataluña)

El carisma del Rey David

El nuevo futbolista del Real Madrid derrocha liderazgo y polivalenc­ia como capitán de la selección austriaca

- Lucas Haurie -

Además de españoles, en el primer equipo del Real Madrid han jugado futbolista­s de 52 nacionalid­ades distintas y sólo el lector friqui se acordará de que David Alaba no va a ser el ciudadano austriaco que añada al país de Mozart a este listado. Ese honor le cabe a Philipp Lienhart, central del Friburgo que ha participad­o como suplente contra Macedonia del Norte y Países Bajos en esta Eurocopa, quien pasó por el Castilla y Rafa Benítez lo puso un cuarto de hora en el partido fantasma del Carranza, aquel encuentro copero en la temporada 15/16 tras el cual los madridista­s fueron descalific­ados por alineación indebida de Denis Cheryshev. El defensa centroeuro­peo suplió a James Rodríguez para disputar unos minutos sin valor competitiv­o. «Benítez, mira el Twitter», le cantaba con guasa la afición gaditana a un técnico superado –aquella noche en particular y aquella campaña en general– por las circunstan­cias.

Por sus orígenes interconti­nentales, David Alaba podría haber inaugurado la lista de filipinos madridista­s o sumarse al exiguo elenco de nigerianos, pero, vienés como Johann Strauss o Gustav Klimt o Fritz Lang o Sigmund Freud, eligió representa­r a su país natal en los torneos de seleccione­s. En el decisivo partido de hoy frente a Ucrania, el primer fichaje del Real Madrid 21/22 y su socio con pasado en el Castilla intentarán clasificar a Austria por primera vez para la segunda fase de una gran competició­n desde el Mundial 82, el de Naranjito y el del ominoso tongo de Gijón, cuando El Molinón padeció uno de los mayores escándalos de la historia del fútbol, un 1-0 pactado entre los austriacos y sus vecinos alemanes que eliminaba a la fabulosa Argelia de Belloumi y Madjer. Desde entonces, la última jornada de la fase de grupos se juega con horario unificado.

Aquella generación vivió el oprobio en su adiós, una vergüenza inmerecida para un ramillete de futbolista­s (Krankl, Prohaska, Pezzey, Schachner, el portero Koncilia…) que lucieron en los mejores conjuntos europeos de la época. Tampoco sus sucesores, liderados por el talentoso Andy Herzog y por Toni Polster, el goleador que enamoró a Sevilla, estuvieron a la altura de las expectativ­as en los años noventa, cuando Austria se despeñó por el socavón de mediocrida­d que padece en estos momentos y del que pretende salir gracias al liderazgo de Alaba, un futbolista total que lo mismo actúa como valladar en la defensa que como asistente desde la posición de extremo izquierdo: así regaló a Gregoritsc­h el segundo gol de su equipo ante Macedonia del Norte. Durante la celebració­n del tercero, ante la agresivida­d desatada del sulfuroso Arnautovic, el ex jugador del Bayern ejerció de capitán para calmar las aguas. No le va a venir mal una dosis de carisma al vestuario madridista.

El futbol austriaco lleva más de tres cuartos de siglo persiguien­do la sombra del Wunderteam (Equipo Maravilla) al que los árbitros

Un empate ante Ucrania le basta a Austria para volver a superar un grupo en un gran torneo

No será el primer austriaco en el Bernabéu porque su compañero Lienhart debutó con Benítez

comprados/amenazados por Mussolini apartaron del título Mundial de 1934 y que, cuatro años más tarde, jugaron integrados en Alemania por obra y desgracia del Anschluss hitleriano. La gran estrella Matthias Sindelar, apodado «el hombre de papel» por la delicadeza de sus movimiento­s, se negó a jugar bajo pabellón nazi y meses después apareció misteriosa­mente muerto junto a su novia judía, Camilla Castagnola. Más de 15.000 vieneses desafiaron a la autoridad para honrar al futbolista en un cortejo fúnebre que alcanzó el paroxismo al pasar junto al Prater. Después de la II Guerra Mundial, aún gorjeó Austria el canto del cisne de su época dorada con un tercer puesto en el Mundial de Suiza 54, donde le ganaron la final de consolació­n a Uruguay, el campeón saliente, con un plantel armado alrededor de los legendario­s Ernst Happel y Erich Probst.

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