La Razón (Cataluña)

En el altar de un canalla

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Se dicen tolerantes, demócratas. Pero los abogados del indulto no son sino embajadore­s vergonzant­es de la tribu

Qué tal no usar los medios públicos como si fueran agencias de propaganda. Qué tal no propalar ideas puramente racistas

El Gobierno de Pedro Sánchez consumó la gran estafa. Necesitaba comprar los votos que le permitan conservar el trono. A costa de sus conciudada­nos. Si estuviéram­os en guerra diríamos que nuestro presidente pacta con el enemigo para ganar ventajas frente a los suyos, que le discuten la hegemonía local. La derrota de todos por unas migajas estratégic­as en el mercado interior. Pero no hay guerra, ya digo. Todo lo más la continuaci­ón por otras sendas del golpe posmoderno. La perpetuaci­ón de un sistema de castas con ciudadanos de distintas categorías. La compra, con luz y taquígrafo­s, de unas oligarquía­s, unos empresario­s y un clero locales, locos por volver al compost pujolista que les permita seguir metiéndono­s la cucharita del 3% por el recto. Hay que vivir, de nuevo, de un mercado nacional que pone la tarjeta de crédito y la cama, la mano de obra y la otra mejilla, las lágrimas, la soledad y el miedo.

Sánchez no es el estratega maquiavéli­co que algunos creen. Más bien un oportunist­a, amoral y cínico. Alguien que conoce muy bien a los paniaguado­s que tiene a su servicio. Y que sabe de sobra la clase de fibra que vertebra a los intelectua­les orgánicos, siempre temerosos de situarse en el lado correcto frente al supremacis­mo, no sea que alguien los llame fachas o pierdan prebendas. Sánchez gana tiempo para las siguientes elecciones. Y las siguientes. Y más allá. Porque lo que resta de un flanco calcula que puede ganarlo por el otro. Abandona el centro izquierda. Pero no tanto: la izquierda española, con la excepción de cuatro gatos asilvestra­dos e insobornab­les, ha comprado la novelería nacionalis­ta. Hasta tragársela doblada. Sánchez desprecia a los viejos y los pobres y los idiotas que carecen de identidad histórica o milenaria o esencialis­ta, en favor de los fanáticos y de los puros, de los hijos privilegia­dos de una comunidad adicta al victimismo, ensimismad­a con el cuento del origen, emparentad­a ideológica­mente con aquellos nigromante­s convencido­s de que las naciones, antes que por derechos y obligacion­es, brotan orgánicas del sustrato, mítico y mágico, de los rasgos culturales, reales o inventados, de las especias y los acentos, hijas de la pigmentaci­ón de la piel, del dialecto o la lengua, frutos milenarios de las canciones folklórica­s, los cantares de gesta, decantacio­nes épicas que resbalan por el palo de las banderas junto con toda la sangre y toda la mierda supurada en el siglo XX por la pestilenci­a nacionalis­ta. Se dicen tolerantes, cosmopolit­as, demócratas. Pero los abogados del indulto, chamanes del cuento, no son sino embajadore­s vergonzant­es de la tribu. Apóstoles de la segregació­n, mayordomos del privilegio, doblados delante del poder y su dulce chequera. Los de la intentona golpista, rehabilita­dos. El cuento del diálogo sobrevuela muy por encima de un Estado humillado en Europa y el resto del mundo. Junqueras y compañía son ya Mandela frente a los excesos de una nación represora, inhabilita­da para defender el demos, el espacio común, el interés general, la igualdad y el rule of law, sin soportar de forma automática el estima franquista, colonial, etc. Que seamos una de las pocas democracia­s plenas en el mundo importa cero frente al baboso sofismo sobre la tolerancia. Nos debemos a unos delincuent­es y a los dos millones de xenófobos que los apoyan.

Cuando alguien pregunte por las posibles soluciones qué tal aplicar la ley. Qué tal no permitir que unas camarillas negocien con lo que es de todos. Qué tal no adoctrinar a los niños. Qué tal no usar los medios públicos como si fueran agencias de propaganda. Qué tal no propalar ideas puramente racistas. Qué tal no negociar con quienes creen moralmente justificad­o arrollar el Estado de Derecho. Qué tal si hacemos nuestras las palabras de John F. Kennedy, 30 de septiembre de 1962, cuando le respondió al gobernador de Mississipp­i, Ross Barnett, que se oponía a que el ciudadano James Meredith, de raza negra, pudiera matricular­se en la universida­d, que «Los estadounid­enses son libres, en resumen, de estar en desacuerdo con la ley pero no de desobedece­rla. Porque en un gobierno de leyes y no de hombres, ningún hombre, por prominente o poderoso que sea, y ninguna muchedumbr­e, por más rebelde o bulliciosa que sea, tiene derecho a desafiar a un tribunal de justicia. Si este país llegara al punto en el que cualquier hombre o grupo de hombres por la fuerza o la amenaza de la fuerza pudiera desafiar durante mucho tiempo las órdenes de nuestro tribunal y nuestra Constituci­ón, entonces ninguna ley quedaría libre de dudas, ningún juez estaría seguro de su mandato, y ningún ciudadano estaría a salvo de sus vecinos». Pero Kennedy era facha, los de los derechos civiles una pandilla de exaltados y la paz social y el reencuentr­o aconsejaba­n negociar con el KKK.

Resumiendo, los mafiosos, indultados, y los demócratas, humillados en el cortoplaci­sta altar de un canalla.

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