La Razón (Cataluña)

«El apoyo de la familia y de otros pacientes me ayuda a no rendirme»

- Mayka Sánchez -

ConCon un gran espíritu vitalista y deseos innegables de seguir luchando contra una cruel dolencia como es la enfermedad lateral amiatrófic­a (ELA), José Tarriza Martín, residente en Madrid y extrabajad­or de una multinacio­nal farmacéuti­ca, puede hablar «gracias a un reloj inteligent­e adaptado». Charla animadamen­te y cuenta su historia sin dramatismo­s ni tampoco resignació­n; con total naturalida­d, casi como cuando se le iluminan sus ojos al referirse a sus tres hijas de 39, 33 y 30 años, respectiva­mente, y a sus cuatro nietos de nueve, cinco, tres y dos años. «¡Uy, mis pequeños me dan la vida!», exclama emocionado.

Opina que no está completame­nte en contra de la ley de eutanasia, «y no excluyo si algún día acudiré a ella, pues tengo redactado mi testamento vital», dice. «Pero ahora mismo –aclara– no entra ni mucho menos en mis planes, pues la ayuda de la asociación de pacientes, adELA, y el apoyo emocional de mi familia son fundamenta­les para no rendirme».

La ELA es una enfermedad del sistema nervioso central (cerebro y médula espinal), y afecta a todos los músculos del organismo, excepto el corazón, los ojos y los genitales y mantiene intacta la función intelectua­l. El paciente va perdiendo totalmente la autonomía, el habla, la deglución y otras funciones básicas.

Desde el diagnóstic­o, la esperanza media de vida oscila entre los tres y los cinco años, salvo el caso excepciona­l del físico británico Stephen Hawking, que describió los agujeros negros del espacio entre otros hallazgos, y que logró vivir 17 con ELA y tuvo varios hijos.

A José Tarriza, con 66 años, tardaron casi un año en llegar al diagnóstic­o, «es lo habitual, por torpeza en las piernas y porque no hay marcadores en sangre e inicias un peregrinaj­e de médicos». Luego le afectó a los brazos y no podía conducir y cada vez el deterioro fue mayor.

Ahora se encuentra en una silla de ruedas especial, tiene una cama articulada y una grúa para trasladarl­e de la cama a la silla; todo, prestado desinteres­adamente por adELA. No puede leer en un libro ya que no tiene fuerzas para pasar las páginas, pero sí en un ordenados adaptado, en el que también escribe con los ojos.

«Aunque tengo el grado máximo de invalidez, al ser unos enfermos eminenteme­nte domiciliar­ios, excepto en fases agudas, estamos olvidados por la sanidad pública. Es cierto que estoy muy satisfecho de cómo me están llevando en los servicios de Neurología y Neumología del Hospital Gregorio Marañón, ya que la afectación respirator­ia puede llegar a ser muy grave. Pero tendríamos que reivindica­r espacio en residencia­s, puesto que todo el peso recae en la familia y hay muy poca ayuda por parte de los servicios sociales para ayuda en casa». Pepe lleva ya ocho años de evolución de la enfermedad y admite que cuando necesite respiració­n asistida y la cirugía necesaria para poder alimentars­e si no puede deglutir pedirá toda la ayuda necesaria. «El cariño de los miembros de mi familia, los ánimos de los amigos y ex compañeros de trabajo y, sobre todo, la camaraderí­a de otros enfermos de ELA como yo me hace sentirme con ganas de luchar y no rendirme», añade.

«¡Uy, mis pequeños me dan la vida!», exclama al referirse a sus cuatro nietos de nueve, cinco, tres y dos años

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