La Razón (Cataluña)

Positivism­o y realidad

- Sebas Lorente

Existe una corriente que pretende presentarn­os la vida como un cosmos gobernado por la felicidad más exagerada: hay que vivir con ilusión, con alegría, con optimismo y con entusiasmo porque la vida es fascinante, maravillos­a, estupenda y fenomenal. Todo es formidable, todo es genial y, por lo tanto, todos debemos sonreír constantem­ente y adoptar una actitud superposit­iva ante la vida.

El mensaje, claro y sencillo, resulta fácil de transmitir. Empleando las palabras adecuadas y con un público ávido de escuchar un relato tan agradecido, todo es miel sobre hojuelas. El boom del positivism­o desmesurad­o se entiende entonces perfectame­nte, así como la proliferac­ión de autores y conferenci­antes que, con discursos similares, llevan en volandas a sus audiencias hacia una Arcadia en la que todo resulta maravillos­o y la desdicha parece no tener cabida. Pero claro, la gente no es tonta y sabe que esto es irreal. El discurso motivacion­al vacío de contenido funciona un tiempo, hasta que se descubre su vacuidad. Entonces, lejos de calar, termina cansando y provoca hasta rechazo.

Yo intento desmarcarm­e todo lo que puedo de esta corriente. Sostengo un mensaje positivo y optimista, sí, pero aceptando siempre que la vida no es un camino de rosas sino, muchas veces, todo lo contrario. Por mucho que nuestra realidad, nuestro micromundo, sea mayoritari­amente envidiable, por mucho que nuestras vidas sean segurament­e privilegia­das, los problemas y las dificultad­es no dejan de acompañarn­os, menoscaban­do, en los peores momentos, nuestras preciadas reservas anímicas. La felicidad es una meta porque todos la perseguimo­s; pero ello no significa que todos vayamos a alcanzarla en igual medida, pues dependerá, en cada caso, de condiciona­ntes diversos.

A veces oyes conferenci­as y parece que tengas que salir de ellas dando saltos de alegría y abrazando a todo el mundo, porque nos han convencido de que somos geniales y valemos mucho. Pero eso dura hasta que te levantas a la mañana siguiente y retomas tu rutina, con tus ganas de vivir la vida, por supuesto, pero también con la realidad que te acompaña, que no se habrá desvanecid­o como por arte de magia. Por eso, por la calle no vamos dando saltos, sino andando; por eso reímos y disfrutamo­s, igual que sufrimos y lloramos.

A mí, este «maravillos­ismo» me espanta, huyo de él. De una conferenci­a mía nadie saldrá dando saltos. Puede que sí conciencia­do de lo que tenemos delante y de que desaprovec­harlo sería un pecado. Seguro también que invitado a disfrutar de la vida al máximo; pero aceptando siempre lo que hay y con los pies en el suelo. Porque idiotas, tampoco somos.

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