La Razón (Cataluña)

En el nombre del abuelo

Van der Poel gana en el Muro de Bretaña y se viste de amarillo en honor a Poulidor

- Ainara Hernando -

Es curiosa la medida del tiempo. 342 etapas del Tour de Francia corrió Raimond Poulidor, el mítico y carismátic­o, sonriente y afable ciclista francés que a todos gustaba. 342. Nunca jamás ganó una etapa ni se vistió de amarillo. Ocho veces pisó «PouPou» el podio de París. En ocho ocasiones cogió esas brillantes escaleras pero nunca, jamás fue para ascender hasta la posición más alta.

Tres veces fue segundo. Cinco veces fue tercero. 342 días luchando, persiguien­do y anhelando. Construyen­do en su mente el sueño de una vida. Seguir la estela de Hinault y de Jacques Anquetil. Nada. 342 días con sus noches sin lograr hacerlo realidad.

Dos generacion­es después le bastan dos etapas, tan solo dos, a su nieto en su primer Tour de Francia, el niño maravilla, el talento más brillante del pelotón ciclista, el que, como le pasaba a Poulidor, a todos gusta. Su nieto Mathieu Van der Poel es quien lo logra, derroche de talento, furia y clase mediante, una victoria de ésas que marcan una vida y hacen hacen llorar y le visten de amarillo y le llenan de lágrimas que le recuerdan a él, a su abuelo fallecido hace dos años y que le hizo amar este deporte y convertirs­e en ciclista. Y es ahí, cuando Van der Poel arranca hacia la gloria y la conquista, cuando se desploma sobre el manillar sabiéndose ya ganador y líder, que está su abuelo con él, en el alma, y al holandés nacido belga y de padre galo, le vienen todas esas emociones y esa imagen bonachona y alegre del abuelo, tan lleno de orgullo desde donde le esté viendo.

A Van der Poel no le quedaba otra que ser ciclista. En su casa, un cruce de nacionalid­ades, no había más que bicicletas. Las de su abuelo, que contaban historias de un ciclismo antológico y de otro tiempo en el que nunca ganó lo que quiso y siempre fue considerad­o el eterno segundón. Y las de su padre, Adrie Van der Poel, holandés y también ciclista, compañero de Perico Delgado en sus dos años en el PDM, clasicóman­o y líder por un día en el Tour de Fignon del 84 que no terminó y campeón del mundo de ciclocross en el 96. Por ahí empezó su hijo, maravillan­do con su motor de potencia pura. Luego dio el salto a la carretera, con nada que perder y todo por aprender.

Y no para de ganar. Y a lo grande. Ataques de lejos con descaro que exhiben su talento allá donde corre: sea el Bink Bank Tour, la Tirreno-Adriático o el campeonato de Holanda. Un superdotad­o del ciclismo. El viernes se presentó en este Tour con los colores del mítico Mercier, el equipo de su abuelo. Morado y amarillo. Para emularle. La UCI solo les permitió usarlo en la primera etapa. Y fue volver ayer a sus colores azules del Alpecin-Fenix y quitarse ese rostro de Poulidor de golpe, para volver a ser Van der Poel.

Atacó en el primer paso por el muro de Bretaña para coger las bonificaci­ones y, lejos de quejarse del desgaste, repitió la acción a 600 metros y así bañarse en toda esa gloria del brutal ciclismo que protagoniz­a, en ese amarillo que Poulidor jamás vistió y que a él tan poco le ha costado. Talento puro. Tan salvaje en la bici y tan

emocionado después. «No tengo palabras», decía entre lágrimas, «me he acordado mucho de mi abuelo, imagino lo orgulloso que estaría de ver esto». Él es ahora su mejor reencarnac­ión. No era el único orgulloso por su victoria. «Con Van der Poel me enfrento todo el año, pero nos admiramos. El primer día estaba él decepciona­do por no haber ganado, pero se acercó a mí para decirme que estaba feliz por mí. Hoy me pasa lo mismo porque somos dos ciclistas parecidos a los que nos gusta atacar», confesaba también emocionado Alaphilipp­e.

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Van der Poel ganó la etapa, se enfundó el amarillo y se acordó de su abuelo

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