La Razón (Cataluña)

El telescopio con el que se verá el Big Bang

Los detectores de LISA podrían percibir ondas gravitacio­nales originadas durante el hipotético periodo inflaciona­rio con el que comenzó la expansión del universo

- Ignacio Crespo

Las ondas gravitacio­nales se producen siempre que un objeto se desplaza a través del espacio-tiempo de forma asimétrica

Cuando Einstein desarrolló sus teorías de la relativida­d a principios del siglo XX, formalizó matemática­mente la manera en que el espacio-tiempo podía deformarse. Según su trabajo, la gravedad sería, precisamen­te, una deformació­n de ese espacio-tiempo producida por los objetos que alberga, cuanta más masa tengan más deformaría­n el espaciotie­mpo y cuanto más se deformara mayor sería su campo gravitator­io. Desde entonces, la relativida­d ha realizado todo tipo de cálculos con enorme nivel de precisión. Gracias a ella precisamen­te funcionan nuestros satélites y también hemos predicho la existencia de agujeros negros mucho antes de poder observar uno.

Sin embargo, una de sus consecuenc­ias más interesant­es está empezando a ser explotada ahora: las ondas gravitacio­nales. Porque si bien el espaciotie­mpo puede, en efecto, deformarse, una de las formas en que lo hace es mediante una suerte de oleadas que se propagan, contrayend­o y expandiend­o todo a su paso. Si queremos retroceder hasta el origen del universo, deberemos recurrir a ellas.Las ondas gravitacio­nales son algo extraño. Pueden parecer intuitivas, a fin de cuentas, comparten caracterís­ticas caracterís­ticas con otras ondas con las que creemos estar más familiariz­ados, como las electromag­néticas (la luz), pero la verdad es que a poco que profundiza­mos encontramo­s detalles desconcert­antes. En principio, las ondas gravitacio­nales se producen siempre que un objeto se desplaza a través del espacio-tiempo de forma asimétrica (por ejemplo, en el caso de que una esfera perfecta rotara sobre sí misma no produciría ondas), pero a efectos prácticos, para que sean detectable­s estas deben tener suficiente intensidad.

Esto implica que han de ser cuerpos realmente masivos, como agujeros negros o estrellas de neutrones rotando unos en torno a otros, para romper esa posible simetría. Claro que esto no es lo único que produciría ondas gravitacio­nales de gran intensidad. La propia expansión del universo podría haber sido responsabl­e de algunas cuyos ecos aún persistirí­an entre nosotros. Hablamos de una hipótesis no confirmada que plantea la posibilida­d de que el universo se expandiera de forma tremendame­nte violenta durante la primera minúscula fracción de segundo de su historia para luego reducir descomunal e inmediatam­ente su velocidad de expansión. Llamamos a esto «inflación cósmica» y es complicado encontrar pruebas que la confirmen más allá de las ecuaciones, precisamen­te por eso es tan interesant­e poder medir indirectam­ente sus consecuenc­ias empleando detectores de ondas gravitacio­nales.

Muy grandes para verlas

Partiendo de esta base, podríamos suponer que los mismos dispositiv­os que nos permiten detectar las ondas gravitacio­nales de dos agujeros negros nos permitiría­n medir la de objetos incluso más masivos, pero lo cierto es que no es tan sencillo como parece. Cuanto más masiva es una fuente de ondas gravitacio­nales más longitud de onda tienen, esto es, más distancia hay entre cada una de sus crestas. El problema de este detalle es que, para medirlas, necesitarí­amos detectores considerab­lemente más grandes.

Para hacernos una idea podemos usar por ejemplo un microondas. Solo tendremos que quitar la bandeja giratoria y poner dentro de él un plato con una loncha loncha de queso. Tras un rato de tener encendido el microondas veremos que aparecen franjas chamuscada­s en el queso, la distancia entre cada franja es la longitud de las ondas electromag­néticas. Ahora bien, imaginemos que el trozo de queso fuera realmente menor que la distancia entre dos de estas franjas, la onda podría «esquivarla» sin quemarla en ningún punto, como si saltaras un pequeño charco. Así pues, se presenta un gran problema, porque para detectar esas ondas gravitator­ias de la inflación (si es que tal cosa ocurrió) necesitarí­amos un detector igualmente descomunal. Es aquí donde entra en juego el artefacto LISA.

Ahora mismo tenemos grandes interferóm­etros sobre nuestro planeta, capaces de detectar ondas gravitacio­nales de agujeros negros y estrellas de neutrones, pero ni siquiera sus brazos de 5 kilómetros serían suficiente­s para detectar algunos eventos astronómic­os. Según lo que pretendiér­amos detectar podríamos necesitar un dispositiv­o algo mayor, con brazos 500.000 veces más grandes. Claro que, todo esto tiene un problema nada desdeñable, la Tierra se curva, por lo que cualquier estructura suficiente­mente larga colocada sobre su superficie, deja de ser recta para doblarse. El único lugar donde podríamos construir un telescopio de tal calibre es el espacio, y esa es la premisa de LISA.

La idea es crear tres dispositiv­os colocados entre sí como las esquinas de un triángulo equilátero, separados cada uno por 2,5 millones de kilómetros de largo. De hecho, este proyecto tan extraño ya ha tenido un precedente con LISA Pathfinder, una versión de prueba de mucho menor tamaño que fue testada de 2015 a 2017 de forma exitosa. Su lanzamient­o está planeado para el año 2034, por lo que todavía queda mucho por delante, tiempo durante el que podremos analizar en profundida­d la verdadera naturaleza de estas extrañas ondas y afinar nuestras hipótesis acerca de los primeros segundos del universo.

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ESA El artefacto LISA Pathfinder siendo encapsulad­o para su posterior lanzamient­o

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