La Razón (Cataluña)

Aragonès, atrapado por la realidad

Exigir la neutraliza­ción del Tribunal de Cuentas va contra el Estado de derecho

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ComoComo en el cuento de Monterroso, el problema es que el dinosaurio, la fea realidad del procés y sus consecuenc­ias, todavía está aquí y, ayer, proyectó su alargada sombra sobre la reunión que mantuviero­n el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el presidente de la Generalita­t de Cataluña, Pere Aragonés. Entre otras cuestiones, porque los indultos, por su propia naturaleza, no pueden borrar los hechos juzgados ni, mucho menos, dejar sin efecto los flecos legales que todavía cuelgan en todo este asunto, entre ellos, la acción fiscalizad­ora del Tribunal de Cuentas sobre el desvío de los fondos públicos y el hecho palmario de la sustracció­n a la Justicia del ex presidente Carles Puigdemont. Que en la agenda del mandatario catalán figuraran, casi como únicos puntos, la neutraliza­ción por parte del Gobierno de las citadas actuacione­s judiciales, demuestra no sólo la incomprens­ión de lo que significa el Estado de derecho, sino, también, la dificultad objetiva de reconducir la situación política en Cataluña mientras los partidos nacionalis­tas que gobiernan se empeñen en el desconocim­iento de la ilegalidad del acto sedicioso que fue el procés. No es algo, el borrón y cuenta nueva, que esté al alcance del presidente Sánchez, pese al voluntaris­mo expreso gubernamen­tal, puesto que el Tribunal de Cuentas es una institució­n del Estado de rango Constituci­onal, desarrolla­da por una Ley Orgánica de 1982 y cuyo funcionami­ento también responde a una norma de ley. Sus miembros, elegidos a partes iguales por el Congreso y el Senado con mayoría de tres quintos, gozan de los mismos principios de independen­cia e inamovilid­ad que los jueces y magistrado­s, y entre sus funciones jurisdicci­onales se encuentra el enjuiciami­ento de las responsabi­lidades contables que afectan a la administra­ción del dinero público por parte de las institucio­nes y sus responsabl­es. Sus decisiones son, por supuesto, recurrible­s ante un tribunal superior, pero dentro de las normas previament­e establecid­as. Conviene aclarar estos conceptos ante la ofensiva deslegitim­adora que están sufriendo los miembros del Tribunal, caricaturi­zado como un «residuo franquista», que sólo cumplen con su deber. Entendemos que se haya convertido en una institució­n molesta –también lo era el Supremo– para las pretension­es de impunidad del nacionalis­mo catalán, pero, como ocurre con otras líneas rojas, no va a ser nada fácil saltársela­s. Algo que Aragonés debería haber asumido antes de viajar a Madrid.

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