Cuando ocho es más que treinta y seis
La UEFA habrá comprobado la endeblez de un formato soporífero, donde las televisoras pagan la fiesta
LaLa apasionante ronda de octavos, especialmente la divertidísima e histórica jornada del lunes, ha enseñado algo más que la identidad de los cuartofinalistas de esta Eurocopa: la UEFA habrá comprobado la endeblez de un formato soporífero durante dos semanas y 36 partidos que eliminaron sólo a ocho selecciones frente a los ocho encuentros en cuatro días que mandaron para casa a otras ocho. Que dos derrotas en tres jornadas de la fase de grupos no hayan inhabilitado a Dinamarca, hoy disparada en las cotizaciones de los bookmakers para que se convierta en campeona continental, es una paradoja que debería mover a la reflexión. Se conoce que las televisoras, que son las que pagan la fiesta, siguen prefiriendo la cantidad a la calidad. No siempre fue así.
Otra lección que caerá en el saco roto del exitismo perpetuo es lo complicado que es ganar, perogrullada que requiere su explicación en un país, España, cuya selección encadenó tres títulos consecutivos (dos Eurocopas y un Mundial) anteayer por la tarde, como quien dice, sin que la mayoría de sus habitantes hayan adquirido consciencia de la gesta homérica que una conquista así supone. Desde que la –mal llamada– Roja dejó de ganar, tras la final de Kiev (2012), Portugal la sucedió en 2016 y los Mundiales fueron para Alemania y Francia: los tres inquilinos de ese «grupo de la muerte» que no han sobrevivido a las batallas que mantuvieron al inicio de la competición. Alguien deberá explicar, por cierto, el mecanismo de un sorteo que junta a estas armadas por una parte y enfrenta por otra a Macedonia del Norte con Austria.
Alemanes y portugueses viven seguramente la extinción de sus generaciones campeonas, un proceso natural personalizado en Joachim Low y Cristiano Ronaldo, que llevan tres lustros dando el callo. El caso de los franceses, la conjunción de juventud y talento más apabullante de lo que va de siglo, merece un análisis aparte en el que no es elemento baladí: la quiebra moral que supuso el regreso con los «bleus» de Karim Benzema. «Je suis Valbuena», se tituló uno de los primeros artículos de esta serie (si dispensan la autocita), donde se reflejaba la perplejidad que suscitaba la presencia del madridista en el vestuario a uno de cuyos miembros victimó –presuntamente– –presuntamente– con un chantaje de cariz sexual. Pese a marcar cuatro goles, alguno de bellísima factura, el ariete ha sido lo que solía antes de su ostracismo: un lastre para Francia, a la que le va mejor cuando él no está.
Benzema ha participado en cinco fases finales con el resultado poco honorable de dos cuartos, unos octavos y dos eliminaciones en primera fase, la de la Eurocopa 2008 como ariete de la selección que marcó un gol en tres partidos; y la del Mundial 2010 como activista del elenco que se negó a entrenar en la concentración de Knysna. En su ausencia, determinada por Didier Deschamps a dictado del presidente Noël Le Graët, Francia fue finalista en la última edición del campeonato continental y campeona del mundo en Rusia. Como del talento del madridista sólo dudan los muy cerriles, habrá que colegir que esos dos resultados fueron producto de una luminosa apuesta: poner los valores éticos por delante de la habilidad futbolística.
En mayo, el seleccionador galo se traicionó a sí mismo, quizá incapaz de domeñar a sus otras estrellas, que querían a Karim Benzema. El trío de vedettes que conforman Paul Pogba, Antoine Griezmann y Kylian Mbappé albergaba la fantasía de conformar junto a él una especie de «dream team» que asombrase al orbe balompédico.
En los partidos amistosos de preparación, Olivier Giroud se quejó por la renuencia de sus compañeros a pasarle la pelota. Quizás estaba demasiado susceptible el delantero del Chelsea ante la certeza de que le iba a tocar chupar banquillo… o quizás no. Dentro de algo más de un año hay un Mundial en Qatar, donde los jugadores de credo u orígenes musulmanes son una apuesta comercial segura. Si va Benzema, Nike se hartará de vender camisetas. Si, encima, lo hace con Zinedine Zidane como nuevo seleccionador francés –porque ya sobrevuelan buitres alrededor de la casa de Deschamps–, saltará la banca. Tal vez eso sea hoy en día más importante que meter una copa en una vitrina.