La Razón (Cataluña)

La energía es el gran yacimiento fiscal

Sobre los ciudadanos y las empresas recae el coste de la reducción del CO2

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UnaUna vez que el concierto internacio­nal ha aceptado como válida la premisa de que latierrasu­freunproce­so de calentamie­nto global por causas antropogén­icas, es decir, con alta incidencia de los procesos industrial­es y agropecuar­ios, parece inevitable proceder a la adopción de medidas reductoras de las emisiones que, corrijan en lo posible el incremento del CO2. Pero otra cuestión, a nuestro juicio determinan­te, estriba en la intensidad y la velocidad que se quiere imprimir a ese proceso de descarboni­zación, más, cuando sólo una facción de los países emisores, y no, precisamen­te, los más contaminan­tes, parecen dispuestos a asumir los costes más inmediatos, que, inevitable­mente, derivan en un encarecimi­ento, artificial y por vía impositiva, de la energía y los insumos para la producción. Penalizaci­ones que recaen sobre unos ciudadanos y unas empresas, al menos en España, que ya venían soportando una de las tasas de esfuerzo fiscal más altas de la OCDE. Porque, al final, lo único que podemos cuantifica­r son los más de 5.000 millones de euros añadidos a los ingresos impositivo­s del actual Gobierno de coalición de izquierdas, fruto de una política energética que grava la producción de electricid­ad y, en cierto modo, alienta la subida de los precios internacio­nales de las fuentes no renovables. Por supuesto, no se trata de esconder la cabeza insolidari­amente ante los problemas del planeta, pero sí de reclamar que la lucha por el medioambie­nte no se utilice para justificar un expolio fiscal como el que se está llevando a cabo por parte del tercer gobierno más hipertrofi­ado de la UE y, por las trazas presupuest­arias, firme adalid de la barra libre de gasto público. Es imprescind­ible reconsider­ar una política tan lesiva para la gran industria y, sobre todo, para la España rural, que depende en mayor medida del gasóleo y del gas para sus labores productiva­s y para unos servicios domésticos mucho menos electrific­ados que los de las ciudades. Ciertament­e, no es sólo un problema español, como demuestran las revueltas que comenzaron en la Francia periférica con el movimiento de los «chalecos amarillos», pero comienza a tener una acusada deriva en nuestro país, con un mes de junio que acaba de terminar con el precio de la electricid­ad más cara de la historia –82,93 euros de precio medio por cada MW/h–, y con perspectiv­as de seguir subiendo. Y ya no se puede acusar a las «malvadas eléctricas», que no deciden la política impositiva. Todo indica que sí.

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