Una hora y 24 minutos después, el héroe
El surafricano Dlamini llegó fuera de control en el Tour. Magullado, agotado y fuera de control. Pero llegó
UnaUna hora después, cuando ya había terminado la parafernalia del podio con los distintos ganadores de los diferentes maillots, los periodistas que siguen el Tour se subieron a los coches para bajar de la montaña donde terminó la etapa del domingo, llegar al hotel y escribir. La organización, sin embargo, les dijo que tenían que esperar: aunque el cierre de control había pasado (es el tiempo límite dentro del que pueden llegar los ciclistas para no ser eliminados) aún había un corredor en ruta. Y estaba dispuesto a llegar a meta, aunque le fuese el día en ello. «Lo importante era no parar, no darme por vencido», aseguró al terminar, hora y 24 minutos después del primero, el sudafricano Nicholas Dlamini, del Qhubeka-Assos. En una jornada montañosa, de frío y lluvia, sufrió una caída, perdió a los demás ciclistas y magullado y con la seguridad de que no iba a llegar a tiempo, de que iba a ser su último día en el Tour y que le quedaban kilómetros aún de subida y dolor, siguió, porque abandonar era perder. Es el primer sudafricano negro que corría y no estaba dispuesto a subirse al autobús en mitad de la carrera, descansar, que le curasen y le secasen.
Y, entonces sí, haber perdido. «Crecí en Capricorn Park», contaba en un libro. «He visto de todo, todo el tiempo. He visto cómo mataban a la gente. He visto a gente ser arrollada por un tren. He visto locuras. En cualquier momento, ves gente peleando. Entonces uno de ellos sacará un cuchillo y apuñalará al otro. O tal vez saquen una pistola», continuaba acerca de su infancia, con su madre limpiando casas para sobrevivir y él, con sus hermanos, viviendo en una de materiales baratos, por donde se cuela el agua, hincha las puertas y para abrirlas o cerrarlas, hay que sacarlas enteras.
La primera opción era sobrevivir: «Al crecer, yo era muy travieso, para ser honesto. Ya sabes, si creces en un municipio conocido por las drogas y los pandilleros, es muy fácil dejarse influenciar. Mis amigos y yo íbamos a cazar. Matábamos pájaros, gallinas de Guinea, gansos, cualquier tipo de pájaros», recordaba Dlamini. Hasta que un día decidió que no, que no ganaba nada haciendo eso. En vez de salir, se quedaba o iba a correr con su hermana. Probó la bicicleta. Y le gustó. Era una bici que se turnaban entre diez: dabas una vuelta, volvías y le tocaba a otro. Cuando un amigo que trabaja en un taller le consiguió una, vio como en su ruta, todo el mundo le pasaba. «¡Ah, vale! Hay que cambiar de marcha y es más fácil!», descubrió. Mientras corría, comía lo que cogía de los arbustos y para tener tiempo, salía de noche, a las 4 o 5 de la mañana, cuando más robos había, cuando sólo puede pasar lo peor. Siguió practicando y su talento le permitió entrar en el Centro Mundial de Ciclismo de África que la Unión Ciclista Internacional (UCI) tiene en Potchefstroom, lo que le cambió la vida para siempre.
Aunque las dificultades no han parado. En una reserva natural donde entrenaba, un día el guardia forestal lo tiró al suelo mientras pasaba a toda velocidad y luego le golpeó pese a los gritos de Nicholas de que siempre entrenaba por ahí y de que era ciclista. «No lo habría hecho si yo hubiera sido blanco», reconocía. Recuerda cómo le chocaba, en una Vuelta a Burgos, ser el único negro del pelotón.
Ha corrido dos Vueltas y ya puede decir que ha estado en su primer Tour. Y que no se ha retirado, pese a las heridas, la lluvia, la soledad o lo que quedaba por delante. «Si ves a alguien sacar un cuchillo o una pistola, empiezas a correr. Pero en Sudáfrica no. Cuando eso ocurre, no huimos. En realidad queremos ver qué va a hacer el otro. Te expones. Te acostumbras. Quieres ver qué va a pasa».
Al llegar, le aplaudieron.