La Razón (Cataluña)

El último guarnicion­ero de Las Palmas

Se retira y cierra para siempre un oficio que se ha transmitid­o en su familia durante tres generacion­es

- J. O.

SuSu nombre es Mario Torres y es el último guarnicion­ero de La Palmas de Gran Canaria. Antes de él estuvo su abuelo Antonio y después su tío Agustín Torres. Él es la tercera generación y dice que es la última. «Gasto 67 años y en quince meses lo dejo. Tengo derecho a descansar, como usted y cualquiera cuando llegue a mi edad, porque un hombre, cuando alcanza esta edad, se lo merece». La tienda es un paraíso de herramient­as misteriosa­s y enigmática­s que esconden en el garabato de sus formas la honda sabiduría que dejan los siglos y que porta la experienci­a. A su alrededor, además de calzados y cueros, se vislumbran alicates, leznas, sacabocado­s, tijeras, cuchillos, martillos, remachador­es y otras empuñadura­s empuñadura­s y metales que uno ha olvidado o deja de mencionar por descuido. «Nadie lo va a heredar–precisa con la emoción de las almas que no tienen voluntad para oponerse al destino–, porque no tengo ningún varón que quiera continuar este trabajo. Todos mis hijos son hijas y ninguna quiere seguir la tradición, porque esto es muy duro. Así que, en nada, todo lo que ve aquí, irá al fondo de un coche y cerraré la puerta».

Mario Torres es un hombre enjuto, de pronto simpático, mirada vivaz y brazos venosos que gasta una parla precisa y rica, y al que no se le escapa, desde la atalaya de sus años, ningún detalle y pormenor sobre los que se fundamenta y levanta su oficio. Explica, con la propiedad de un lingüista de la Real Academia Española, que la guarnicion­ería es el arte de trabajar los atalajes, aparejos, sillas de montar (mulas, burros, asnos o rocines flacos de nobles hidalgos, como el de Alonso Quijano) y, en el pasado, cuando las diferencia­s de honor se dirimían con duelos a espada, de esos que hoy alimentan la imaginació­n, los tahalís para sostener y portar los filos. Explica también, para que quien le escucha se vaya menos ignorante y más sabio, que es palabra recia castellana y que, en el sur de la península, donde tantas cosas mudan de ropaje y cambian, la gente se refiere a su trabajo con el nombre de talabarter­ía. «De aquí saltó a Argentina», precisa con un gesto grave. Se ve que Mario, que es un alma generosa en el trato y afable con los extraños que se interesan por lo que hace, no le gusta dejar cabos sueltos ni explicació­n por rematar. Por eso, extiende su conocimien­to más allá de lo que es necesario para satisfacer y colmar las curiosidad­es de foráneos. Así detalla, con léxico abundante y frases mejor enhebradas que muchos tertuliano­s, que la guarnicion­ería dio lugar a otro vocablo hoy más extendido y frecuente: la guarnición que hoy acompaña las comidas y a las que tanta relevancia se da hoy en los restaurant­es. Mario, que doma sus caballos y que ha tenido cabalgadur­as de todas las alturas, medidas y propiedade­s, cuenta que su primera montura provino de un canje. Le habían regalado una carabina, a la que bautizó con el bonito nombre de «la cometa espacial» y él la trocó por un burro de dos años que le ofreció un mozo montaraz. Con este animal se presentó en casa. Cuando su progenitor se arremangó para enderezar el entuerto, el padre del otro muchacho tiró de sentido común: «Mi chaval está feliz, el suyo, también. Trato hecho». Desde entonces ha cuidado todo tipo de percherone­s y hoy en sus ratos libres pasea a su familia en su último caballo, al que le presta las atenciones de un hermano. Mario Torres enseña, con una mirada alegre, pero empañada de tristeza una silla de montar. La llama la «Royal española», está hecha para esos señoritos que deseaban presumir con las damas y posee los cuidados que solo dan las manos orfebres. Fue la primera de España. Y está ahí. Al menos, hasta que las puertas se cierren y otro oficio, uno más, quede como parte de nuestra memoria y no de nuestro presente.

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J. ORS Mario Torres, en su tienda, con la fotografía de uno de sus caballos

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