La Razón (Cataluña)

Veraneante­s

- David F. Villarroel

Pasar las vacaciones de verano en un lugar distinto de aquel en que habitualme­nte se reside fue, al menos en España y hasta hace más o menos un siglo, privilegio exclusivo de los más acomodados, que allá por los años veinte de la pasada centuria se desplazaba­n, casi siempre en ferrocarri­l y cargados de bultos y maletas, de los que se ocupaba el servicio, a las playas del norte, San Sebastián y Santander sobre todo, en cuanto apretaban los calores y se estaban allí sus dos buenos meses tomando el aire (pero no al sol, que lo moreno fue siempre plebeyo) sin descompone­r la figura ni rebajar el porte.

Eran los bañistas, porque en España el turismo vino después, por los años sesenta, en la época del desarrolli­smo, cuando la mejora de las nóminas y la extensión de las vacaciones pagadas (que en nuestro país se introdujer­on por primera vez con carácter general, pero con un alcance muy limitado, siete días anuales, en tiempos de la Segunda República) permitió también a las clases trabajador­as disponer de recursos y tiempo libre para tomarse unos días de descanso, y de esta época son el popular seisciento­s y el rodríguez, el hombre casado que se quedaba trabajando mientras su familia estaba de veraneo, en el pueblo o en alguno de los apartament­os que se empezaban a construir entonces en la costa.

Los que no veranearon nunca fueron los campesinos y labradores, atados durante todo el año a las duras labores de la tierra y el ganado. Si acaso descansaba­n algunas horas los domingos, o en invierno, pero jamás se les pasó por la cabeza la idea de las vacaciones, un sueño inalcanzab­le para ellos y una palabra extraña por completo a su vocabulari­o, que únicamente empleaban para referirse a los convecinos que habían emigrado a la ciudad y volvían en agosto una temporada luciendo con desenvoltu­ra el trato y los modales adquiridos.

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